Por la mañana, al entrar a clase, los niños se encontraban con un mensaje escrito con perfecta caligrafía en la pizarra. Cada día, el maestro les recordaba una pequeña lección de urbanidad para que la tuvieran en cuenta tanto dentro como fuera del colegio. Eran las reglas establecidas, indispensables para la convivencia, para la vida. “Debemos respetar a nuestros mayores”, “Al entrar siempre hay que dar los buenos días”, “Cuida las instalaciones y el material escolar”, eran algunas de la frases con las que abrían los ojos los niños a primera hora del día.
Cuando un minuto después de las nueve el maestro hacía su entrada en la clase, los alumnos se levantaban de sus asientos en un gesto instantáneo que se completaba con un silencio sobrecogedor. Sólo el ruido de los pasos del profesor al atravesar el pasillo y su rotunda presencia en la puerta eran motivo suficiente para que la algarabía infantil de esos primeros instantes de libertad que se saboreaban en su ausencia, se transformara de pronto en una calma absoluta, en una atmósfera de convento que se quebraba cuando los niños, al unísono, coreaban: “Buenos días, don Simón”.
Aquel centro privado, escondido en un callejón esencial de la vieja ciudad, era una escuela familiar dirigida por don Simón Fábregas Fábregas y su esposa, doña Josefina Pérez-Hita Rabel. Cuando la abrieron, a comienzos de los años cincuenta, ocupaba un amplio salón de la vivienda que el matrimonio habitaba en la plaza de Pellejeros, entre la calle Granada y la calle Murcia. Cuando la sala se quedó pequeña, compraron una casa de dos plantas en la calle Hileras y allí montaron la popular escuela por la que pasaron varias generaciones de almerienses a lo largo de veinticinco años.
El territorio de don Simón estaba en la planta baja de la casa. Era una enorme habitación rectangular con bancos corridos de madera donde los niños se apiñaban sin apenas espacio para moverse. En los buenos tiempos, cuando la escuela gozaba de un acreditado prestigio en la ciudad, sólo en la clase del maestro llegaron a juntarse más de cien alumnos. Con tanta densidad de población, la disciplina se convertía en una herramienta imprescindible para poder entenderse. Don Simón la llevaba a rajatabla. Cuando el maestro explicaba la lección todos sabían que no se podía oir ni a una mosca y había que estar muy atentos porque en cualquier momento podía empezar a hacer preguntas. Si el profesor sorprendía a algún distraído mirando a las musarañas, lo invitaba a que repitiera lo que estaba explicando. El silencio era la peor respuesta, un angosto camino que llevaba a pasar por la temida vara de madera, el viejo recurso que todos los maestros de aquella época utilizaban para establecer el orden y “meter en vereda” a los desorientados.
La palmeta de don Simón tenía un aura milagrosa y hacía prodigios a la hora de que los alumnos se aprendieran de memoria los nombres del los reyes Godos o el recorrido que hacían los principales ríos de España. Don Simón tenía fama de maestro duro por su afición a repartir palmetazos y también por el nivel de exigencia que establecía dentro del aula. Allí se iba a aprender y no a perder el tiempo y disfrutaba sabiendo que los niños que pasaban por sus manos solían destacar después en el temido examen de Ingreso que había que superar con diez años para poder entrar en el Instituto. Además, era difícil encontrar en la ciudad niños con mejor caligrafía y mejor capacidad de lectura que los que pasaban por sus manos.
La escuela de don Simón siempre estaba abierta. Por las tardes, cuando acababa la jornada para los alumnos de Párvulos y Primaria, llegaba la hora de las clases particulares. Muchos padres solían mandar a sus hijos a la escuela de don Simón aunque éstos ya hubieran dado el salto al Bachillerato. Era el maestro de confianza, el que mejor conocía a los muchachos porque los había tenido desde niños, el que les allanaba el camino cuando en el Instituto se les atragantaba alguna asignatura.
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