El ’seíllas’ y las excursiones de los domingos

Ir al campo los domingos se puso de moda en los año 60 con la generalización del coche

Imagen típica de los años sesenta, cuando íbamos a comer al campo.
Imagen típica de los años sesenta, cuando íbamos a comer al campo.
Eduardo D. Vicente
12:36 • 11 jul. 2016

Teníamos otro concepto de lo que debía ser un domingo, que era un día para aprovecharlo, para vivirlo, no para quedarse en la cama hasta la tarde y levantarse después con la sensación de tiempo perdido. Los domingos de nuestra infancia variaban como dos escenarios contrapuestos. Había un domingo de mañanas en las que todo estaba por hacer y compartíamos esa sensación de felicidad inigualable del niño que no tiene que ir a la escuela. Eran domingos que despertaban llenos de promesas, envueltos en una sensación de euforia que ponía patas  arriba a toda la casa. Domingos de invierno en los que la familia llenaba el coche para irse de excursión. Eran los primeros coches del barrio: el Seat 600 que todo lo aguantaba, el Renault 4-L de mi padre que se llenaba como si fuera un autobús: los días de diario de cajas de fruta y verdura de la alhóndiga, y los domingos de ese tumulto infantil que anunciaba el día de fiesta.
Los años sesenta y setenta están llenos de domingos de campo, cuando media familia se apretujaba en el asiento de atrás,  cuando la baca se llenaba de cestas, de mesas plegables y sillas, de fiambreras y de la nevera llena de hielo; cuando en la radio, en el camino de ida, sonaban las canciones del Gran Musical que Pepe Domingo Castaño presentaba en la Cadena SER.





Íbamos al campo a que nos diera el aire, a jugar sin vecinos que se quejaran de nuestros pelotazos y también a buscar caracoles cuando llovía. Íbamos al campo hasta en verano, en aquellas peregrinaciones del 18 de Julio cuando las familias que no querían playa buscaban los parajes de la sierra de Laujar para meter los pies en el río y a la sombra de un árbol, hacer una paella o comerse unos bocadillos. “Vamos al campo que hace falta que os dé el aire”, decían algunas madres, pensando que el ambiente puro y sin contaminar nos vendría bien para afrontar la semana.
Y como todo estaba todavía por hacer, el campo, para los que veníamos de Almería, estaba tan cerca como cruzar el Alquián, donde apenas había edificaciones y donde aún quedaban cortijos abandonados que nosotros habitábamos por unas horas para montar un improvisado campamento al calor de una sartén de migas o una paella familiar.
Aquellas excursiones nos permitían ciertas libertades que no teníamos a diario, como bebernos una cerveza como si ya fuéramos hombres o disfrutar de un refresco en vez de nuestro vaso de agua cotidiano.





Los domingos de nuestra infancia entristecían de pronto cuando se echaba la tarde y regresábamos con la mirada pegada al cristal del coche. Entonces sonaban la voces de los locutores de la radio anunciando goles lejanos y nos invadía una nostalgia extraña y ese sentimiento de decepción que venía de la mano de los domingos. Escuchábamos las alineaciones de los equipos, los anuncios del Anís de la Asturiana y de las boquillas Talgar, los goles que cantaba Chencho en Castalia y los resultados de las carreras de caballos que casi siempre ganaba Carudel.
Volvíamos del campo y no nos quedaba más esperanza que el triunfo de nuestro equipo. Cuánto dolían entonces las derrotas cuando se mezclaban con esa otra batalla perdida del domingo al atardecer. Regresábamos en el coche con la mirada distraída en el cristal, sintiendo de cerca la sombra cruel de la escuela que nos acechaba como un fantasma para recordarnos que teníamos que hacer la tarea que se nos había quedado colgada desde el viernes, cuando pensábamos que el lunes quejaba muy lejos.





Sonaban las voces de los locutores en el transistor y seguían llegando los goles mientras nos bajábamos del coche llenos de cansancio y de lunes. Ni la merienda del pan y el chocolate nos había podido quitar esa  amargura del rencuentro con la realidad, cuando la única esperanza que todavía nos quedaba por delante era ver el partido de fútbol que a las ocho de la noche echaban por Televisión Española, y que casi siempre era el del Pontevedra o el del Burgos, que en aquella época eran equipos de Primera División. Los domingos de nuestra infancia nos llenaban el alma de melancolía hasta dejarnos completamente derrotados sobre la cama, con la cena en la boca y las voces de nuestras madres recordándonos algo que ya llevábamos varias horas temiendo: que teníamos que acostarnos pronto, que al día siguiente había que madrugar.
 








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