Septiembre supone una ruptura sólo con pronunciar su nombre. Septiembre suena rotundo, como si se produjera una sacudida dentro de nosotros, como si de pronto un punto y aparte abismal cayera sobre nuestros días para marcarnos el comienzo de un nuevo ciclo.
Septiembre tiene naturaleza de principio. La vida tuvo que suceder en septiembre. Si enero es el comienzo del año oficial, el que nos anuncian los calendarios, septiembre es el principio verdadero, el que pone en hora ese reloj interior que nos avisa de que empieza un tiempo distinto.
Todos los septiembres tienen también un punto de regreso. Esa naturaleza de principio arrastra a su vez una vuelta atrás que nos saca a pasear aquel niño que coleccionaba los primeros cromos de fútbol y se entusiasmaba forrando los libros nuevos con el propósito, casi siempre inútil, de que ese año íbamos a ser mejores de una vez por todas.
Cada septiembre volvemos a sufrir aquel vacío que nos dejaba el regreso al colegio. El primer día sentíamos la angustia de haber dejado atrás para siempre otro verano y cuando íbamos camino de la escuela todos los recuerdos vividos se nos aparecían para atormentarnos un poco más y acentuar esa sensación de soledad que nos dejaba el primer día de escuela. Ese sentimiento de temor e incertidumbre de la niñez lo volvimos a sufrir años después, el día que nos dieron un petate, nos metieron en un tren y nos llevaron a un cuartel de instrucción para hacer el servicio militar.
El primer día de colegio empezaba siempre la tarde anterior, cuando nuestras madres nos preparaban la ropa y cuando al salir a la calle la encontrábamos vacía, como un presagio de los que nos quedaba por delante. No hay mayor sensación de soledad para un niño que encontrar desiertos los lugares compartidos.
El primer día había que madrugar, lo que ya suponía una ruptura con ese verano de mañanas lentas y perezosas que acabábamos de dejar atrás. De nuevo la urgencia del desayuno, de aquellos vasos de leche con magdalenas que digeríamos con amargura mientras escuchábamos las voces de los locutores de la radio que nos despertaban con las primeras noticias.
El primer día olíamos como nunca a Kanfort y a colonia a granel y salíamos hacia el colegio peinados como si fuéramos a una boda. Recorríamos el trayecto hacia el colegio deseando que nunca se terminara e imaginando cómo nos sentiríamos de felices si al llegar a la puerta el director nos recibiera diciéndonos que volviéramos atrás, que el comienzo del curso se había aplazado una semana. Pero era un sueño que nunca sucedía, unas vacaciones extraordinarias que los de mi generación sólo conocimos aquel mes de noviembre de 1975 cuando murió Franco.
Nos presentábamos en el colegio acongojados, con el alma metida en la garganta, esperando a encontrarnos con los viejos compañeros para que a fuerza de compartir nuestra angustia consiguiéramos espantarla. Siempre nos quedaba el consuelo de no ser principiantes, de no ir con una venda en los ojos como iban los novatos, aquellos niños que no tenían con quién hablar y que nada más llegar a la clase se quedaban arrinconados con todos sus miedos a cuestas y también con los nuestros. Siempre nos quedaba el consuelo de que el primer día, por duro que nos pareciera, no tendríamos que llevar los deberes y no habría ningún maestro que nos sacara por sorpresa a la pizarra.
Nuestra certeza se quebró aquella mañana de septiembre que nada más recibirnos, el profesor nos hizo un examen general por escrito para comprobar con qué nivel nos presentábamos en el aula. Veníamos de la profundidad de un verano ocioso donde no habíamos abierto la cartera, y de pronto nos encontrábamos con una prueba para la que no estábamos preparados.
Toda la amargura del primer día se derrumbaba sobre nuestras cabezas cuando tratábamos de contestar el cuestionario, y mientras intentábamos acertar el nombre del río que pasaba por Valencia o cuál era el pico más alto de la península, dos lágrimas nos asomaban por los ojos al recordar que dos días antes todavía estábamos saltando medio desnudos por la playa y recorriendo las calles detrás de las botas de aquellas majorettes francesas con las que conocimos el sabor amargo que dejan en el corazón los amores imposibles.
El primer día nos organizaban en el aula por orden alfabético, conocíamos a los maestros, escuchábamos el primer discurso del director y nos daban una lista con los nombres de los libros y los números de las libretas. Cuando al terminar por fin regresábamos a casa, sentíamos el alivio de haber salido intactos de aquella experiencia a la que nunca nos llegamos a acostumbrar por muchos septiembres que pasaran.
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