Los negocios que habitaban los soportales

Fue famoso el bar El Rincón’, de Juan López Fenoy, en el túnel que salía hacia la perrera municipal

El bar de Juan López era uno de los negocios de referencia bajo los soportales de la Plaza Vieja.
El bar de Juan López era uno de los negocios de referencia bajo los soportales de la Plaza Vieja.
Eduardo D. Vicente
14:58 • 08 sept. 2016

En aquella Plaza Vieja de los últimos años sesenta se cruzaban varios mundos y se mezclaban las historias en un sugerente cambalache. Allí convivía la vida frenética del Ayuntamiento, una vida madrugadora de política y burocracia, con la vida de las gentes que habitaban los soportales y las casas de los alrededores.




El bullicio de los funcionarios era de mañanas y moría a primera hora de la tarde, cuando cerraba  el Ayuntamiento. El alboroto iba languideciendo y entonces empezaba a salir a escena esa otra vida que brotaba de la penumbra de los soportales, y que era la esencia del lugar, que se había mantenido intacta a lo largo de décadas, transmitida como una herencia de generación en generación. Aquella vida olía a humedad, a copa de anís y perfume barato; aquella vida olía al zotal de las esquinas y al aroma de las comidas que se fugaba por los balcones.




Los soportales de la Plaza Vieja siempre fueron un mundo aparte, como regresar cincuenta años atrás con sólo dar tres pasos. Empezaban en el túnel que había frente a la antigua perrera. Allí, el escenario se llenaba de sombras y de pequeños negocios que sobrevivieron durante décadas. Allí estaba la tienda de Eduardico, exhibiendo en la puerta las cajas de fruta y verdura fresca que traía de la alhóndiga. Allí estaba el bar El Rincón, que recordaba a uno de aquellas tabernas portuarias que un día conocimos en las novelas de Vázquez Montalbán. El Rincón era de Juan López Fenoy, un buscavidas aficionado al boxeo que trabajó en el puerto, tuvo un taxi y decidió montar un bar cuando empezó a traer hijos al mundo. Por el local pasaban a diario todo tipo de personajes. Lo mismo te podías encontrar con un empleado municipal tomando una copa de coñac, que con una pareja de amantes festejando un trato unos minutos antes de pasar a la acción. La cercanía del barrio de las Perchas le aseguraba una clientela de paso y la fidelidad de las mujeres que se dejaban sobre la barra una parte de sus ganancias.




El bar de Juan López  cambió de escenario años después. Dejó el rincón y se instaló en la otra esquina, junto a las escalerillas que bajo los soportales subían hasta la calle del Pósito. En su nueva ubicación, el negocio cambió de nombre y se llamó Las doce cuerdas, en un homenaje de su propietario al mundo del boxeo.




Los soportales tuvieron otro bar de renombre, el Garrote, y un taller de carpintería propiedad del maestro Tomás Magán Martín, un personaje peculiar que parecía haberse escapado de una novela de Dickens. Era un tipo castigado por los años: arrastraba una joroba pronunciada y te miraba doblando la cabeza. Dicen que nunca lo vieron sonreír y que no le gustaban los niños. Renegaba a todas horas y siempre andaba discutiendo con su sombra. A los niños les imponía tanto aquel personaje que solían frecuentar la puerta para disfrutar de esa mezcla entre miedo y aventura que suponía penetrar en los territorios del huraño carpintero.




Cuando el taller no daba para comer, el maestro Tomás puso unos futbolines. Por las tardes, en la siesta, era un espectáculo contemplar la figura de aquel hombre durmiendo en una silla, rodeado de moscas y con una hernia de caballo estallando debajo del pantalón.




En los soportales estaban también las puertas de entrada a las viviendas de rodeaban la plaza. Encima del maestro Tomás vivían Juan Soriano Admar y su esposa Carmen Rubio Vert. Él era conocido como el valenciano y era músico de la banda municipal, y ella hacía trabajos como peluquera. En los soportales vivía doña Consuelo González Tejerina, una santa que se encargaba de las catequesis de los niños del barrio, y su marido Juan Torres Santamaría, que pertenecía al cuerpo de la Guardia Civil.




También eran vecinos de la Plaza Vieja los policías municipales. Por las mañanas vivían en un ir y venir sin descanso, pero por las tardes, cuando cerraban las oficinas y el Ayuntamiento se quedaba desierto, los que se quedaban de guardia disfrutaban de una tranquilidad de cortijo, sabiendo que nunca iba a pasar nada, salvo alguna pelea de las que eran frecuentes en los bares de la zona.


En las noches de verano, los municipales de guardia veían la tele hasta muy tarde y a los niños del barrio nos gustaba asomarnos a la ventana para verlos desenvolverse en esa informalidad de camisas desabrochadas y pies encima de la mesa.



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