Lo conocimos en un portal de la calle Mariana, tan estrecho que no podían entrar más de tres personas a la vez, tan oscuro que allí siempre era de noche. Una tímida bombilla iluminaba aquella habitación donde no había más adornos que la silla donde trabajaba el maestro y una mesa de madera tan antigua que se había ido cubriendo con varias capas de cola y betún. Un arqueólogo hubiera podido averiguar la fecha exacta de la mesa estudiando aquel manto de estratos que la abrigaba. Al fondo, en el suelo del taller, se levantaba una montaña de zapatos que en la base escondía restos de antiguos naufragios que se habían quedado sin arreglar, tal vez porque los clientes se olvidaron de ir a recogerlos. Allí olía a cola, a cuero, a tinte, a betún, y a los plátanos que el zapatero desayunaba a media mañana, mientras seguía remendando pantalones y resucitando sandalias.
Manolo era el centinela de la calle y cuando cerraban los otros negocios, él continuaba clavando tacos y arreglando suelas, que siempre tenía un encargo por terminar, que siempre había un cliente aguardando en una de las sillas de espera. Aquel taller sombrío, sacado de una novela de Dickens, fue también un confesionario donde iban los vecinos a contar sus problemas y a buscar un buen consejo.
Manuel Salinas Valverde fue zapatero desde que nació. Empezó a ganarse la vida en el oficio siendo un niño, cuando con su padre, Manuel Salinas Toro, trabajaba en los soportales de la Plaza Vieja. Eran tiempos difíciles: la guerra había acabado, pero había dejado un rastro de miseria del que pocos se escapaban. La gente era pobre de verdad y las condiciones de vida muy duras.
Manolo ‘el zapatero’ no olvidó nunca las manos de su padre, rígidas por el frío, cortando el cuero de unas sandalias, en la Navidad de 1944, la más lluviosa que se recuerda. De Nochebuena a Reyes no paró de llover y el invierno se le hizo interminable bajo los soportales del ayuntamiento. Cuando pudo ahorrar algún dinero, alquiló el portal en la calle Mariana, de apenas tres metros de ancho, y allí instaló el taller y consiguió hacer carrera arreglando el calzado de media Almería. Durante cuarenta años, Manolo vivió y trabajo medio oculto entre aquella montaña de zapatos que se comían el reducido espacio del local. En los buenos tiempos, cuando el trabajo se le acumulaba en la trastienda, tuvo que cerrar el negocio durante varias semanas para trabajar en el equipo de atrezo de la película Lawrence de Arabia, que necesitaba zapateros con experiencia. Su paso por la película le permitió tener un contacto directo durante aquellas semanas con los actores principales.
A primera hora de la mañana se encargaba, junto a varios ayudantes, de ultimar la vestimenta de los centenares de extras que acudían al almacén habilitado en la vieja Estación de Autobuses para caracterizarse antes de ser trasladados en autobuses a los lugares de rodaje. Muchos de aquellos figurantes, a los que el zapatero calzaba, no habían visto una pastilla de jabón en su vida, por lo que su tarea se complicaba por el mal olor. Como profesional especialista, Manuel Salinas tenía un sueldo de lujo: 500 pesetas al día, diez veces más de lo que podía ganar remendando ropa y arreglando zapatos. Pero además del dinero, trabajar en ‘Lawrence de Arabia’ le dejó recuerdos inolvidables y le permitió ver de cerca a artistas como Anthony Queen, Peter O Toole y Arthur Kennedy. A todos ellos les hizo unas botas especiales para poder moverse por el desierto. Eran botas de copa que les llegaban hasta las rodillas para evitar que les entrara la arena.
De aquella experiencia, el zapatero contaba las excentricidades de Peter O‘Toole, cuando había mañanas que para ponerle las botas tenían que cogerlo entre tres porque no se había despertado aunque estuviera de pie. Otro de los trabajos de Manuel Salinas, fue hacerle una protección especial de cuero al director, David Lean para que la tierra no le entrara en el yeso que llevaba en una pierna.
Con el dinero de la película y con el que fue ahorrando durante décadas, pudo cumplir con una de sus viejas aspiraciones: abandonar el viejo taller de la calle Mariana y comprar un local nuevo y amplio en la calle Cervantes, frente a la fachada del convento de las Puras. Allí trabajó mano a mano junto a su hijo, allí siguió contando historias a sus clientes y allí se jubiló cuando las fuerzas empezaron a fallarle.
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