El nuevo Sanatorio de la Seguridad Social del Camino de Ronda contaba con una cocina que disponía de todas las comodidades que anunciaban los nuevos tiempos: máquinas peladoras de patatas, batidoras y marmitas de vapor prusianas.
La modernidad del sanatorio se podía ver también en la instalación eléctrica de sus salas y en un adelanto que hasta entonces no se había visto en ningún edificio de la ciudad: una instalación de busca-personas mediante la cual un médico cuya presencia fuera necesaria en cualquier parte del sanatorio pudiera ser fácilmente localizado de forma inmediata.
La cúpula del sanatorio, coronada por una enorme semiesfera celeste, que se veía a varios kilómetros de distancia, era lo más llamativo y lo que le dio al centro ese apodo popular de Bola Azul, con el que todavía lo seguimos conociendo. Bajo la coloreada cúpula se ocultaba un depósito para almacenar trescientos mil litros de agua.
La nueva Residencia trajo modernidad y sobre todo, puestos de trabajo para una generación de muchachas que hasta entonces no tenían más salida que la de colocarse en una tienda o limpiar casas para poder incorporarse al mundo laboral. Hacían falta enfermeras, limpiadoras, cocineras, lavanderas, para poner en funcionamiento aquel gigante. Entrar a trabajar en la Bola Azul se convirtió en un sueño para muchas jóvenes de los años cincuenta que no se conformaban con ser sólo amas de casa como lo habían sido sus madres.
Conseguir un puesto en la Residencia se convirtió en una obsesión; todas las mañanas se formaban grandes colas delante de la Jefatura Provincial de Sanidad para echar las solicitudes de admisión, aunque la vía más segura y directa para conseguir uno de esos puestos de trabajo era tener una buena recomendación. Las más valiosas eran las recomendaciones de los militares y las de los curas. Conocer a un capitán del ejército o tener un familiar que tuviera mano con la Iglesia, eran los mejores salvoconductos.
Entrar en la Bola Azul no estaba al alcance de todas las jóvenes de la época. Tenían que cumplir varios requisitos, como tener entre dieciocho y cuarenta años y ser solteras o viudas. Si a alguna se le ocurría casarse, era cesada inmediatamente. Otra exigencia era la de haber cumplido el llamado Servicio Social de la Mujer, obligatorio desde el 31 de mayo de 1941. Esta forma de servir al Régimen era imprescindible a la hora de solicitar cualquier puesto de trabajo. Las muchachas cumplían con su deber patriótico trabajando en los comedores del auxilio social, donde se repartía la leche en polvo y las comidas para los pobres, y también aprendiendo costura y moral en las clases que por las tardes daban las monjas del Servicio Doméstico.
Para muchas jóvenes de los años cincuenta, la Bola Azul fue su primer trabajo, la primera oportunidad de salir del claustro del hogar, el primer sueldo para ayudar en sus casas y poder cumplir ese pequeño sueño del bolso de moda o el vestido inalcanzable del que se habían quedado prendadas delante de un escaparate. Para algunas, sobre todo las más humildes, la Bola Azul les brindó también la oportunidad de ducharse por primera vez con agua caliente y descubrir que el cuarto de baño era algo más que un solitario retrete separado del patio por una cortina.
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