Fueron los atletas del bocadillo envuelto en papel de periódico; los atletas de la leche en polvo de los americanos y de la onza de chocolate para merendar; los atletas que conocieron las colas del estraperlo y las cenas a base de boniatos. Fueron los atletas de la posguerra, héroes de un tiempo, rehenes de una época donde el deporte era una forma de evadirse y para muchos, la única posibilidad de salir de Almería y ver mundo.
Eran los años de los hermanos Campra, que tanta pasión contagiaron a la juventud de entonces; los años de los madrugones para poder entrenarse antes de ir al instituto, en aquella década de los cincuenta en la que el estadio de la Falange fue el refugio de todos los que soñaban con ganar. Había que madrugar para estar en forma y ponerse a correr aunque fuera con el estómago vacío. Qué importaba la humedad que antes de que saliera el sol les cortaba los labios y les agarrotaba los músculos, qué importaba el maldito tarquín que cuando soplaba el viento les llenaba de polvo hasta el paladar, qué importaba la precariedad de los vestuarios, donde siempre olía a linimento barato, donde las duchas siempre estaban averiadas, donde el agua salía helada para purificar aquellos cuerpos llenos de ilusión y juventud.
Había que batallar y sufrir para poder estar entre los mejores y salir fuera. Ganar significaba poder formar parte del equipo de la provincia y participar en los campeonatos que organizaba el Frente de Juventudes. Los atletas tenían el privilegio de ir por la provincia para participar en las carreras y los mejores, de salir fuera: Madrid, Oviedo, San Sebastián, aunque fuera en uno de aquellos trenes que tardaban un día en llegar, aunque fuera a bordo de un autocar precario, atravesando aquellas carreteras infames que condenaban a Almería a ser el paradigma del aislamiento, aunque tuvieran que alojarse en las pensiones más modestas porque el presupuesto no alcanzaba para lujos.
En diciembre de 1950 se celebraron en Madrid los campeonatos organizados por Educación y Descanso en el que competían los grupos de empresas. Los atletas almerienses se encuadraron en las industrias más importantes que entonces existían en la ciudad: los talleres de Oliveros, Hidroeléctrica El Chorro y Renfe. Viajaron llenos de ilusión, sabiendo que para muchos aquella era la única oportunidad en sus vidas de salir de la ciudad y sentirse importantes haciendo deporte. Regresaron con un triunfo en las alforjas, el conseguido por el trabajador de Renfe Rafael de Jorge Ordóñez en la especialidad de saltos.
Nombres como el de Francisco Esteban Hanza, Martínez Capel, Francisco Campra, Ruiz Montes, Salas, Fornieles, López Díaz, García Fuentes, Martín Escoz o Martín Visiedo, destacaban en aquel tiempo siempre bajo la tutela del entrenador Emilio Campra, el aglutinador de ilusiones, el que conseguía contagiarle la vocación a todos aquellos locos medio desnudos, huérfanos de carnes, que olían a linimento del Tío del Bigote y a lentejas.
Aquellos locos que se reunían al oscurecer en el estadio de la Falange a la luz de una raquítica bombilla que colgaba del palo mayor, para que Campra les enseñara las técnicas del salto y la carrera. Campra fue mucho más que un entrenador para todos ellos.
Los muchachos lo admiraban por su capacidad de trabajo y sobre todo, porque vivía el atletismo con devoción. La juventud de todos aquellos atletas está llena de noches de frío y viento en el Estadio de la Falange, de duchas con agua helada, de caminatas interminables en las que había que atravesar la ciudad cruzando por las vías del tren, de estrecheces que se superaban a base de ilusión. Todo el sufrimiento diario, todos los sacrificios que tenían superar para intentar estar entre los mejores, tenía después su compensación cuando llegaban los campeonatos nacionales y entraban en la lista para representar al modesto deporte provincial almeriense.
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