Podría escribir una extensa novela sobre todo lo que ha visto a lo largo de su vida. Vivió la Primera Guerra Mundial, la epidemia de gripe de 1918 que tanta gente se llevó por delante, los felices años veinte, la crisis monárquica de Alfonso XIII, la proclamación de la República, la Guerra Civil, la posguerra, la dictadura de Franco, la Segunda Guerra Mundial, la Transición, y todos estos años de democracia en los que Ana Sáez Martínez sigue agarrada a la vida con la ilusión de una adolescente.
Uno se reconcilia con el ser humano viendo a esta mujer infatigable, tan llena de ternura, tan despierta, con una mente tan ágil que sería imposible adivinar su edad sólo con hablar un rato con ella. Se podría definir la felicidad describiendo sus gestos, escuchando su conversación, disfrutando de ese sentido del humor que conserva intacto como si el tiempo no hubiera pasado por ella. Uno tiene la sensación de haberla conocido de siempre, como si en esta mujer de 103 años se resumieran todas las mujeres importantes que hayamos podido conocer a lo largo de nuestras vidas.
Cómo es posible tanta fuerza, de dónde nace esa fuente de vitalidad que te contagia, que te inunda, que todo lo envuelve. Tal vez del cariño que sigue dando y del cariño que genera alrededor, donde su familia juega un papel fundamental en ese milagro que ha llegado más allá del siglo.
Ana disfruta de cada instante sin reservas y no desperdicia ni un segundo. Desde el rincón de su butaca es feliz viendo a su familia tan pendiente de ella y gozando de los pequeños detalles que puede encontrar en un libro o de los momentos extraordinarios que descubre cada tarde cuando después de comer, a la hora del café, se divierte con las ocurrencias de Juan y Medio y se conmueve con las personas que van al programa en busca de una historia de amor.
De lo que ha sido su vida cuenta que nació el 22 de diciembre de 1913 en Adra, donde su padre tenía una fábrica de licores, y que cuando tenía cuatro años su familia tuvo que trasladarse a Aguadulce, donde pasó la infancia y la adolescencia.
En 1932 se afincó en Almería y encontró su primer trabajo en las oficinas de la empresa de electricidad Fuerzas Motrices del Valle de Lecrín. Que después estalló la guerra y que se quedó sin trabajo porque como iba a misa todos los domingos la tacharon de fascista y la pusieron en la calle. “Si yo no sabía lo que era el fascismo”, me dice. En 1940 se reincorporó a su puesto y ese mismo año contrajo matrimonio en la iglesia de San Pedro con un compañero de la oficina, Francisco García Jerez. El matrimonio fue corto. Diez meses después, en octubre de 1941, el marido falleció a los 34 años de edad por culpa de una infección oportunista cuando todavía no habían llegado los antibióticos. Tres días después de enterrar a su esposo, Ana dio a luz un niño y una niña. Ella tenía 27 años y toda una vida por delante, pero decidió no volver a casarse y dedicarse a su trabajo y a la educación de sus hijos. Tuvo algún pretendiente serio, pero renunció a una nueva relación.
Su vida transcurrió entre su casa y su trabajo. Estuvo en Sevillana hasta que se tuvo que jubilar por un problema de visión. La vista ha sido uno de sus principales obstáculos en los últimos años, que le ha obligado a dejar de hacer croché y a leer sólo de vez en cuando. Le queda el placer de la conversación con su hija, con sus nueve nietos y sus seis biznietos, y esos buenos momentos que pasa escuchando la radio y viendo a Juan y Medio por televisión.
Todavía, cuando en su casa hacen una sartén de migas, le gusta beberse dos dedos de vino que le dejan buen cuerpo y le ayudan a echar la siesta. “Yo he sido siempre de un plato de comida y de cuchara”, asegura, “y por las tardes no hay quien me quite de rezar el Rosario”, subraya.
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