Las acequias son los caminos del agua. Su presencia son el testimonio de un tiempo cuando la vida corría por sus cauces para mover los molinos y dar de comer a sus gentes. Las acequias del valle de Huebro nos cuentan una historia de superación, cuando el hombre trabajaba mano a mano con la naturaleza para sobrevivir. Ya no corre el agua por ellas, pero siguen ahí, formando parte de una arqueología sentimental, como las últimas piedras de los viejos molinos, como los estrechos senderos que la mano del hombre fue esculpiendo entre los cerros.
El valle, en este invierno, se ha cargado de vida después de los últimos aguaceros. La naturaleza, que parecía dormida después de un largo verano, ha explotado para mostrar toda su exuberancia entre las piedras del camino.
Subiendo paso a paso por aquellas cuestas de exultante belleza, Níjar se va quedando rezagada, tendida sobre el valle profundo que llega hasta el mar. Es un camino estrecho, una vereda antigua que atraviesa barrancos y montes hasta llegar a Huebro. A medida que se va ascendiendo uno tiene la impresión de dejar un mundo atrás y penetrar en otro, de cambiar de época, de entrar en un paisaje estancado donde la naturaleza, llena de vida, contrasta con las ruinas de los molinos hidráulicos, fiel testimonio de otra época.
Los restos de los diecinueve molinos se suceden a lo largo del sendero, mostrando una forma de existencia, cuando las gentes de esta tierra levantaban gigantes de piedra sobre la pendiente del cerro para que el agua saltara y creara energía. El agua es una constante a lo largo de la ascensión. Toda la ruta es un culto al agua, desde los majestuosos molinos hasta las acequias que bajan desde la fuente de Huebro para repartirla por toda la vega.
Un manto verde cubre el valle y el agua corre bajo el suelo con una fuerza desconocida. Ha llovido y la tierra lo agradece. No parece la sierra de Los Filabres. La vegetación te va asaltando en cada metro y el canto de los pájaros se convierte en una sinfonía extraordinaria que envuelve toda aquella garganta en una atmósfera remota. Uno cierra los ojos y piensa: así debió de empezar la vida, así debió de mostrarse la naturaleza el primer día.
Arriba espera Huebro, con sus casas blancas asomadas a un inmenso balcón desde donde las tierras del campo de Níjar y los plásticos de los invernaderos se confunden con el mar. Es un pueblo que ha vivido a la sombra administrativa de Níjar, siempre oculto en un segundo plano, sin más fama que la que le dio su agua abundante y un recordado crimen que llevó el nombre de esta barriada por todos los rincones de la provincia.
Sucedió el último día del mes de julio del año 1908. Un vecino del pueblo, llamado Manuel y apodado ‘el Laneo’, regresó del monte antes de la hora acostumbrada después de haber pasado varias horas recogiendo leña. Al llegar se encontró en el dormitorio con una escena que sospechaba: su esposa, María de la Concepción, de 33 años de edad, más conocida con el mote de ‘la Culebra’, retozaba en la cama con su amante, un hombre de 45 años llamado José Morales.
Sin dejarles tiempo para reaccionar, el marido sacó una faca del fajín para asestarle siete puñaladas al amante y cuatro a su mujer. Murieron en el acto. La pareja tenía cinco hijos: el mayor tenía doce años y el menor tres meses. La noticia del doble asesinato no tardó en llegar a todos los rincones de Almería. La moral de la época quiso que el autor del crimen pasara a la historia como la víctima y que los fallecidos fueran declarados culpables. Basta con leer uno de los titulares de la prensa de aquellos días, que a la hora de contar el suceso utilizaba este sorprendente frase: “En defensa de su honra”.
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