El barrio de la escondida calle del Cisne

Componía un entramado de callejones de tierra que iban desde la Alcazaba a la Almedina

El cartero bajando por la calle del Cisne, que todavía tenía el suelo de tierra y las aceras desgastadas. Año 1969.
El cartero bajando por la calle del Cisne, que todavía tenía el suelo de tierra y las aceras desgastadas. Año 1969.
Eduardo del Pino
15:00 • 30 ene. 2017

Por aquellas calles el tiempo pasó despacio, de puntillas, respetando las viejas formas de vida que se mantuvieron intactas durante décadas. Por allí el llamado progreso que comenzó a invadirnos en los años setenta no dejó tantas heridas y la gente conservó las mismas formas de relacionarse y de entender el mundo que  habían heredado de sus madres y de sus abuelas. 

La calle del Cisne parecía sacada de una postal antigua. Conservaba un sol desgastado que se multiplicaba en el ocre de sus las fachadas y empezaba a desvanecerse cuando la tarde proyectaba sus primeras sombras. Tenía como telón de fondo las torres de la Alcazaba, que destacaban como gigantes entre las azoteas encaladas de las viviendas. La grandiosidad de la fortaleza contrastaba con la sencillez de una calle  que todavía, en aquel tiempo, tenía el firme de tierra y las aceras de piedra, tan erosionadas que en las zonas más sombrías, donde se acumulaba la humedad, nacían los matojos y las malas hierbas. 

Todas aquellas calles que iban descendiendo desde la Alcazaba hasta desembocar en la Almedina formaban un barrio que durante años fue la reserva espiritual de la ciudad. El alma de la Almería antigua, de donde todos venimos, sigue rondando por aquellos callejones donde aún es posible detener el tiempo. Espejo, Borja, Niña, Cicerón, Chantre, Clarín, Demóstenes, Colorín, nombres  de callejones y pasadizos que formaban un arrabal escondido, donde el corazón de la ciudad latía a un ritmo distinto. En aquella época en la que las calles empezaron a deshumanizarse, allí se refugiaron las viejas costumbres y sus gentes siguieron conviviendo como vecinos y en las noches de verano se reunían en las puertas compartiéndolo todo. 

Cuando de niño me adentraba por aquel laberinto buscando la casa de mi tía en la calle Demóstenes, me cautivaba descubrir su amplio mundo de  contrastes según la hora del día. Por las mañanas, cuando los niños estaban en el colegio, aquellos callejones parecían una isla desierta. Los ruidos se apagaban y no se escuchaban otros sonidos que el de las mujeres que a esa hora baldeaban las aceras a fuerza de cubos de agua o barrían las puertas  para que siempre estuvieran limpias. A partir de las doce regresaban los niños y las voces de los juegos reinaban hasta la hora del almuerzo. Las calles se llenaban entonces de aromas y el olor de las cocinas de cada casa se mezclaba en las aceras en una antología de pucheros y guisos.

Todavía, en aquel tiempo, por las calles del barrio pasaba a diario el cartero, que formaba parte de aquel mundo cuando era costumbre que un mismo funcionario hiciera la misma ruta durante años. Las vecinas se preguntaban si había pasado el cartero cada vez que esperaban con impaciencia noticias de fuera, que ocurría a menudo. En la mayoría de las casas no había teléfono y las cartas eran la esperanza cotidiana. Recuerdo que a comienzos de los años setenta los carteros traían mucha correspondencia del extranjero, de padres y de hijos que se habían ido a trabajar a Francia y Alemania y todas las semanas mandaban noticias. Las cartas de los emigrantes, las cartas de los novios y de las novias, las cartas de los muchachos que se iban al servicio militar.

Pasaba el cartero a diario como también lo hacía el afilador, que formaba parte de nuestro paisaje infantil. La musiquilla de la flauta del afilador era un alivio  en esos momentos de la mañana en que se nos hacían insoportables las lecciones del maestro. Lo escuchábamos silbar desde lejos, pregonando su llegada por las calles, invitándonos a fugarnos con la imaginación, a evadirnos de las interminables horas de la escuela. Vimos pasar a los últimos afiladores de Almería por delante de nuestras casas, cuando las madres salían a la puerta  con su cargamento de cuchillos viejos y tijeras desvencijadas.

Aquella rutina de la rueda que no cesaba de dar vueltas, del  ruido del acero que en el roce con la piedra centelleaba llenando de chispas de fuego el aire, aquellos movimientos repetidos hasta la saciedad, eran un espectáculo para los niños, que seguíamos el rastro del afilador desde que a lo lejos escuchábamos su monótona musiquilla.
Pasaba el cartero con las alforjas cargadas, el afilador, el que iba arreglando las varillas de los paraguas y el que recogía la ropa usada, los cartones y los periódicos viejos. Pasaban las mujeres con  las cestas de pescado voceando la mercancía, pasaba la vida en todas sus formas antes de que las calles empezaran a quedarse vacías, antes de que los vecinos dejaran de serlo para convertirse en desconocidos.
 











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