El puesto de Manuel el ‘zutraco’

Manuel García Gibaja (1934-2016) fue el hombre de las patatas y de los melones

Eduardo D. Vicente
15:00 • 02 feb. 2017

Su vida fue la Plaza desde que su madre lo colocaba en una improvisada cuna junto al puesto de melones  que la familia montaba en la puerta. Allí pasó los años de la guerra, sin ser consciente aún de lo que sucedía y allí, frente a la báscula general, pasó los primeros años de su infancia, asistiendo a diario a aquella batalla continua por la supervivencia que fueron los años de la posguerra. 

Manuel García Gibaja nació en 1934 en la calle Real del Barrio Alto. Su padre era asentador de la alhóndiga, un tipo duro forjado en las madrugadas de aquellos inviernos interminables en los que el hambre azotaba más que cualquier temporal. Su madre, que era prima del confitero del barrio, también se buscaba la vida en el Mercado Central vendiendo melones y los benditos boniatos que se convirtieron en el único alimento para muchas familias en los tiempos de las restricciones. En cuántos hogares no se masticaba otro alimento que los milagrosos boniatos que sabían a gloria cuando el pan era un artículo de lujo. 

Manuel se crió en la Plaza, donde pasó más tiempo que en su propia casa. Allí echó los dientes y allí se iba todos los días a la salida de la escuela para ayudar a su familia. La Plaza fue su universidad, el lugar  donde aprendió a ganarse la vida y donde se fue  forjando su espíritu de auténtico mercader. No conoció otro lenguaje que el de las cuentas y el del género que había que vender, no conoció otra forma de entender el mundo que el de la búsqueda permanente del sustento. Una mañana, cuando tenía el estómago vacío, aprovechó un descuido de uno de los cocheros que paraban en Obispo Orberá para meter la mano en el morral del caballo y quitarle un par de algarrobas. Aquella escaramuza le dejó un recuerdo inolvidable, el latigazo que le dio el cochero en la espalda, que lo dejó señalado durante un mes.
Así se fue forjando un muchacho intrépido y despierto, que ya de niño sabía cómo buscarse la vida para ganarse unos céntimos extras o para colarse en los toros, una de sus grandes pasiones. Como tenía un  primo que era el encargado de llevar las barras de hielo en los días de corrida para alimentar las cámaras frigoríficas, él se echaba una de aquellas barras al hombro y entraba como ayudante. Así estuvo varios años hasta que un día lo pararon en la puerta y le preguntaron que dónde iba. “Llevo el hielo para el frigorífico”, dijo, y el portero le contestó: “Ya no hace falta, han colocado un frigorífico eléctrico”.

Manuel fue creciendo dentro del Mercado Central hasta llevar siete barracas de verdura. Durante años fue también el hombre de las sandías y de los melones cuando era costumbre montar los puestos en la misma calle. Apilaban la mercancía formando montañas, colocaban un toldo para protegerse del sol, y así, al más puro estilo de un zoco musulmán, organizaban el negocio. Los veranos de los años cincuenta y sesenta eran un espectáculo cuando los vendedores montaban sus tenderetes al aire libre y voceaban su género ante cientos de compradores. 
En aquellos tiempos, Manuel García Gibaja y su familia habitaban una casa en la desaparecida calle de Solano, por encima de la Plaza Marín. Era un lugar mítico ya que en la esquina de  abajo estaba una de las tabernas más célebres de aquel tiempo, la casa de Berrinche, refugio de guitarristas y juergas.

Por la vivienda de Manuel pasaba todo el barrio cuando llegaban las matanzas. Como era habitual en aquel tiempo, muchas familias aprovechaban el espacio libre que les quedaba en el patio para habilitar lo que se llamaba una choriza y criar un cerdo. Por Navidad lo mataban y celebraban siempre una fiesta con los vecinos, entre los que estaban los hermanos Bisbal, famosos en el barrio por su afición al boxeo y porque tenían facilidad para el cante. 
Manuel García Gibaja, también conocido como el ‘Zutraco’, siguió unido al Mercado Central hasta después de la jubilación, cuando ayudaba en el puesto a su hijo.
 







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