Dios entra de puntillas todas las tardes en la iglesia. Con su llave abre la puerta trasera y se refugia en los rincones para alejarse del mundo. Es un Dios que camina cabizbajo por las calles como si su corazón estuviera en otro lugar, un Dios que no entiende de ambiciones, ni de modas, ni de milagros, un Dios con semblante de hombre bueno que va derramando paz por donde pasa.
Es el Dios que lleva incorporado Felipe, el sacristán de la parroquia de San Pedro, un Dios cercano y silencioso que se manifiesta en todos sus actos: en su manera de andar, en su forma de mirar a los ojos, en su palabra serena, en su soledad acogedora. Felipe no es un empleado del templo, es una parte más: las manos que no ven los fieles, las piernas que recorren los pasillos para que nada falte, el alma que pone orden entre bastidores para que el sacerdote pueda salir a escena.
Felipe siente su oficio como una vocación y como una necesidad para sentirse fuerte. Nunca aspiró a un gran sueldo, sino a estar en paz consigo mismo. Su trabajo se basa en las tres misas diarias que se dicen en el templo. Él prepara el servicio del altar, las lecturas de cada día y ayuda al cura a vestirse. A esas horas de la tarde en las que la iglesia está todavía vacía, Felipe es un hombre feliz reinando en la soledad de la sacristía. “La iglesia me llena. Aquí encuentro lo que no encuentro en la calle, lo fundamental, la paz interior, esa paz que sólo te la pueda dar Dios”, me cuenta.
Tal vez en la búsqueda de esa paz tuvo que renunciar a su carrera de historiador. Felipe Luis López Bustos estudió Historia en Granada y se especializó en Arqueología, pero no encontró una salida que le hiciera feliz y el desempleo reiterado lo sumió en una profunda desesperanza. Hace veinte años le propuso al anterior párroco, don José García, echar una mano en el templo y desde entonces no ha salido de él. En la iglesia ha encontrado el hueco que necesitaba para sobrevivir y una forma de parar el tiempo, de volver atrás y regresar a aquel niño de la calle Martínez Campos que se perdía por los silencios de la iglesia de Santo Domingo mientras sus amigos del barrio jugaban al fútbol en la playa.
Monaguillo
Sus incursiones en el templo lo convirtieron en presa fácil para los frailes que no tardaron en nombrarlo monaguillo. “Muchos niños de entonces nos pegamos a la Iglesia porque íbamos a misa los domingos y también porque jugábamos en las plazas y en casi todas había un templo cerca”, recuerda. “Ya no hay niños que quieran ayudar en misa. Las nuevas generaciones de padres no suelen traer a sus hijos a la iglesia salvo para la Primera Comunión, y tampoco los niños salen ya a jugar en las plazas”, asegura.
Felipe jugaba en la Plaza de Santo Domingo y en la mesa de ping-pong que tenían los dominicos para distraerse. Conoció al Padre Nicolás que manejaba la pala como un campeón y al hermano Antonio Zafra, que hacía las funciones de sacristán y le enseñó los secretos del oficio. “Fue el que nos convenció a muchos niños del barrio para que estuviéramos ligados a la parroquia. Los domingos nos solía recompensar con un vaso de vino Moscatel, del que se empleaba en las misas”, recuerda.
Las iglesias del centro solían tener una buena reserva de garrafas de vino que compraban a granel en la bodega de El Patio. Sólo el sacristán y el sacerdote tenían el privilegio de acceder al recinto sagrado donde se guardaba el vino. Los monaguillos se tenían que conformar con ir a comprarlo, con el regalo de las hostias que les hacían las monjas del convento de las Claras y de las Puras y con el detalle de los frailes cuando los domingos, para festejar el santo día, compartían el néctar con los niños.
En aquellos años, primeros de la década de los setenta, se puso de moda en la iglesia del convento de las Puras ofrecer el cuerpo de Cristo durante la comunión empapado en vino dulce. Los niños del barrio, atraídos por la iniciativa, empezaron a frecuentar la misa de los sábados por la tarde con una devoción desconocida. “Nosotros no nos pegamos al templo porque nos daban vino, sino porque formaba parte de nuestro entorno más cercano y empezamos jugando y acabamos ayudando en las misas, de forma natural, como lo hacen los niños”, afirma.
Felipe cuenta que estudió en el Milagro y que en el curso 1971-72 se matriculó en el Azcona, un colegio público que empezaba a dar sus primeros pasos en los descampados de la Calzada de Castro. “Yo fui de la primera generación de alumnos del colegio. Por allí no había nada más que vega y la escuela de la Divina Infantita, donde íbamos a comprar las golosinas que vendían las monjas”.
El Azcona, como después lo fue el Europa y más tarde el Goya y el Caravaca, representó a los nuevos colegios modernos que surgieron en los últimos años del franquismo, cuando la enseñanza pública empezó a generalizarse. Vinieron con nuevos aires, nuevas formas de entender la pedagogía, nuevas instalaciones deportivas y grandes comedores. Aunque los tiempos estaban cambiando y la religión ya no era una asignatura importante dentro del aula, Felipe siguió cultivando su fe y sintiendo de cerca la presencia constante de Dios. Era como una sombra que le daba luz, como la mano de un amigo que siempre estaba presente, el consuelo que le mostraba el camino cuando la soledad apretaba y el porvenir era incierto.
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