Antes de que la altura de los pisos cambiara el escenario, desde las murallas de la Alcazaba los niños jugaban a buscar su calle, a encontrar la terraza de su casa, donde siempre había algún detalle que la distinguía: la ropa tendida por la madre, la cajonera de los conejos, algún juguete que se había quedado varado en el ‘terrao’, o la abuela enlutada que había subido a que el sol aliviara sus penas.
Desde arriba uno entendía perfectamente el barrio y sus formas de vida. La altura te daba una perspectiva que no tenías cuando caminabas por sus calles y podías recorrer toda la manzana en dos minutos y admirar el milagro extraordinario que suponía aquella explosión de vida que era la gente en la calle.
Desde las murallas de la Alcazaba los niños podían entrar en el Cuartel sin ser vistos y disfrutar del espectáculo de los soldados cuando por las tardes salían al patio a ensayar con la banda de cornetas y tambores y a desfilar como luego lo hacían en las procesiones.
Desde las almenas del tercer recinto dominábamos la Plaza de San Antón y la calle del mismo nombre, que entonces nos parecía una gran avenida porque no habían levantado aún ningún piso y se podía ver con nitidez la vieja tapia del recinto militar que ascendía desde la calle de San Juan y recorría la calle de San Antón para bajar después por la del Regimiento de la Corona. Unos años más tarde aquel escenario iba a cambiar de forma radical cuando empezaron a construir los llamados pabellones militares, bloques de edificios impersonales y de gran altura que rompieron la estética de toda aquella manzana y marcaron el comienzo de un progreso caótico que se acentuó a finales de los años setenta cuando hasta en las calles más estrechas del arrabal del Reducto cada vecino actuó sobre su vivienda sin orden ni concierto para rehabilitar su casa. En muchos casos los destrozos urbanísticos fueron irreparables.
Antes de que llegaran las nuevas construcciones, desde la Alcazaba se podía asistir a ese gran espectáculo que todas las mañanas sucedía alrededor de la Plaza de Pavía. Aquella plazuela guardaba en su vientre la historia de todo un barrio. Era el corazón del Reducto y un punto de encuentro donde coincidían las gentes que venían de los cerros de La Chanca, del llano de San Roque, del puerto, de la Almedina, buscando el bullicio del mercado.
En la fotografía superior de la página se puede ver cómo era el entorno de la Plaza de Pavía unos años antes de que el Ayuntamiento decidiera instalar un mercado estable. Al fondo, al final de la calle de San Antón, amplia y soleada, aparece la anchura de la Plaza de Pavía con su forma cuadrangular, con su fila de árboles que la rodeaban y todo aquel entramado de casas de planta baja coronadas por azoteas, desde donde se podían ver sobre el horizonte los barcos que asomaban por la bahía. La imagen nos muestra que en el centro de la plaza se había instalado un circo, uno de aquellos circos de subsistencia que todos los años aparecían por los barrios pobres para pasar el invierno. Varias generaciones de niños del barrio llevaban incorporada en su disco duro sentimental la cultura del circo pobre y familiar que tanta ilusión contagiaba. Circos de posguerra, con sus carromatos viejos y sus fieras cansadas, con sus payasos de amplio espectro que lo mismo contaban un chiste que tocaban el saxo o cantaban una canción infantil. Se hizo muy popular entre los vecinos el Circo Toti, que gozaba de cierto prestigio en la ciudad. Cada vez que venía el circo los vecinos escondían a sus gatos para que no sirvieran de alimento a los leones. El Circo Toti pasaba largas temporadas en la plaza, por lo que los artistas formaban ya parte del barrio. Mister Sabas, el domador, dejaba que los niños se acercaran a Bubú, el viejo león enjaulado que se pasaba el día durmiendo con la cabeza llena de moscas, mientras Dorita, la contorsionista que todavía conservaba parte de su antigua belleza, se cepillaba su larga melena rubia sentada en una silla ante la mirada atenta de las niñas del barrio.
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