Las calles de Terriza y de Dolores Rodríguez Sopeña desembocaban hacia levante en el llamado Malecón de Emilio Jiménez, un trozo de ciudad frente al cauce de la Rambla. Era un lugar fronterizo, donde se iban mezclando las viviendas típicas de puerta, dos ventanas y amplias azoteas, con las casas de dos plantas que llegaban hasta el cruce de la calle de Santos Zárate.
Aquella acera que iba subiendo paralela a la Rambla nos mostraba un ramillete de hermosas viviendas que recibían los primeros rayos de sol de la mañana. Eran casas que guardaban toda la esencia de la ciudad, con sus espléndidos ventanales enrejados a ambos lado de la puerta, sus fachadas pintadas con los colores vivos de los barrios antiguos de Almería, sus limpias azoteas y sus patios interiores.
El Malecón y sus casas nos recordaban que aquel rincón frente a la Rambla también formaba parte del centro de la ciudad, del mundo civilizado que chocaba de bruces contra ese otro universo silvestre y arrabalero que anidaba en el lecho de la Rambla. En ningún otro lugar se dejaba sentir con tanta fuerza ese contraste entre dos mundos que se miraban y se rechazaban a la vez: las distinguidas casas del Malecón y delante el viejo cauce con su aspecto abandonado, arrastrando una historia de inundaciones y lamentos.
El pulso lento de la vida cotidiana de una ciudad tranquila se alteraba de pronto ante aquella frontera que nos transportaba un siglo atrás. Bajar al cauce era como regresar a otra época, como penetrar en un territorio al margen de la ley donde las normas se relajaban y donde teníamos la impresión de estar a salvo de las miradas de los demás.
La vida en el cauce de la Rambla se desbocaba. Allí era posible subirse a las ramas de los árboles para coger las hojas de mora que alimentaban a los gusanos de seda y cruzarse con un rebaño de cabras que iban buscando los brotes de hierba de los humedales; allí era posible tirar los muebles que se habían quedado viejos en las casas y se habían convertido en un estorbo; allí era posible improvisar un urinario debajo de un puente o encontrarse con uno de aquellos sátiros que aprovechaban los resquicios de la pasarela para mirar cuando pasaban las muchachas hacia el instituto.
El cauce era el desahogo de la ciudad y lo mismo servía para montar una autoescuela que para que se instalara un circo. En los años sesenta, la Rambla fue también el escenario oficial que escogía el Ayuntamiento para organizar carreras de motos y juegos infantiles. En los días de Feria los operarios municipales saneaban el recinto y allí acudía media ciudad para presenciar los espectáculos desde los muros y los puentes. Cientos de chiquillos tomaban el cauce y revoloteaban como gorriones desbocados entre las nubes de polvo.
El viejo cauce fue siempre un pequeño paraíso para los niños de varias generaciones, que encontraron en esa franja que rozaba la marginalidad el espacio perfecto para fugarse de las prohibiciones de la ciudad. A la Rambla no iban los policías municipales a quitarte el balón, ni nadie se alteraba si una pandilla la emprendía a pedradas con otra o si una pareja de novios se adentraba al caer la noche por sus recodos más escondidos. Por la Rambla no circulaban los coches a diario, salvo los de la autoescuela, ni merodeaban las madres para vigilar lo que estaban haciendo sus hijos.
Al otro lado del cauce aparecía el Malecón de los Mártires de la Salle, presidido por el colegio. Los alumnos de la Salle también conocieron lo que significaba escaparse a la Rambla. Lo hacían con frecuencia para organizar sus partidos de fútbol a la salida de la escuela y procurando alejarse de la mirada siempre vigilante de los frailes.
La Rambla que fue escenario de tantos juegos y tantos acontecimientos, también tuvo sus humildes instalaciones deportivas, dos pistas de cemento que comenzaron a construirse en 1969 y que se quedaron a medias, fruto de un proyecto sin culminar, algo a lo que hemos estado siempre acostumbrados en Almería.
Aquellas pistas inacabadas y expuestas siempre a una nueva riada que se las llevara por delante, tenían la ventaja de su condición de terreno neutral al estar ubicadas en un espacio común que estaba cerca de todos los barrios, por lo que allí se citaban para jugar niños del Parque o del barrio de La Catedral con los que venían del Quemadero o del barrio de Los Ángeles. Poco importaban las piedras que invadían los laterales de la cancha ni los boquetes que se fueron abriendo por la falta de conservación. Lo que realmente importaba es que allí se podía jugar con libertad, aun a riesgo de dejarse el pellejo en una mala caída.
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