Las humildes excursiones del colegio

Los días más felices del colegio eran los de excursión y el último antes de vacaciones

Eduardo D. Vicente
15:00 • 03 mar. 2017

Lo más duro del colegio era su eterna rutina, su calendario de días idénticos, de horas interminables de explicaciones, de salidas a la pizarra, de dictados y de oraciones a coro en las que no sabíamos lo que estábamos diciendo. Había que aprender a sobrevivir en ese pantano de la cotidianidad más aburrida y aguantar las lecciones magistrales y los castigos por los deberes mal hechos. 

Lo más duro del colegio era saber que mientras nosotros pagábamos la condena del aula, fuera, en la calle, la vida seguía su curso habitual, ajena a nuestro castigo. De vez en cuando, la rutina escolar se rompía con algún acontecimiento extraordinario: la presencia del hombre que promocionaba una colección de cromos, la aparición del fotógrafo que venía a ganarse unos duros con el repetido retrato de clase o porque nos íbamos de excursión o nos sacaban a dar un paseo.  Todos los años, cuando llegaba el miércoles de ceniza, a los niños del colegio de San José nos llevaban a la Catedral, que entonces era parroquia, para que el cura nos señalara la frente con una cruz de ceniza. Era emocionante salir de la escuela a esa hora prohibida de las once de la mañana de un día de diario y conquistar ese territorio callejero que ya no volveríamos a disfrutar hasta las próximas vacaciones. 

Agarrados de la mano y en una fila rigurosamente ordenada, atravesábamos las calles con una extraña sensación en el pecho, como si fuéramos forasteros, como si aquellos lugares que eran nuestras calles de siempre, nos fueran ajenas, como si nuestro barrio fuera un escenario lejano al que llegábamos por primera vez. Las calles eran las mismas, y las tiendas, y la gente con  la que nos cruzábamos, pero nosotros éramos otros. En esos momentos en los que caminábamos hacia la iglesia envueltos en la atmósfera del colegio, éramos alumnos disciplinados que nada teníamos que ver con esos otros personajes en que nos convertíamos lejos del aula, en nuestro mundo real de plazoletas, callejones de tierra y solares. 

Una vez al año, el colegio organizaba una excursión, un pequeño viaje a algún lugar de la provincia, una escaramuza extraescolar que a nosotros nos alteraba el alma con esa sensación de felicidad y nerviosismo que te dejan los acontecimientos extraordinarios. La excursión en un autobús nos situaba en un territorio intermedio entre el rigor del colegio y la libertad de la calle. Las normas se relajaban como se relajaba también la imagen que teníamos de nuestros maestros. Ese día del viaje, el profesor aparecía sin la chaqueta, con un aspecto más deportivo y mucho más cercano, y con un talante que lo humanizaba ante nuestra mirada infantil. A don Francisco y a don José nos daban ganas de llamarles entonces Paco y Pepe.

Recuerdo aquellos autocares de los primeros años setenta con la luna delantera adornada de pequeños banderines a modo de trofeos que los conductores iban conquistando por todas las ciudades que visitaban. Recuerdo esa sensación de soledad de las carreteras desiertas y mal asfaltadas, y la impresión de aventura que significaba atravesar desde la altura de nuestros asientos la profundidad del puente de Rioja.

Ir de excursión, salir de paseo a que nos pusieran la ceniza, o al cine el día del patrón del colegio, eran grandes acontecimientos que nos sacaban de la monotonía del colegio,  donde eran escasos los días de felicidad. En ese otro calendario de fechas felices estaban también los últimos días de escuela antes de las vacaciones. Destacaba de forma especial la mañana en la que cortábamos las clases para empezar las fiestas navideñas. Mirando hacia atrás creo que eso que llaman espíritu de la Navidad tiene que ver mucho con el estado de alegría permanente en el que vivíamos aquel último día de clase cuando aparcábamos los libros y nos dedicábamos a visitar el Belén que habían construido los mayores y a cantar aquellos viejos villancicos de los que nunca entendimos bien la letra, pero que nosotros nos aprendíamos de memoria.
 







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