El palacio de la cruz y los cinco lobos

Es una de las casas más antiguas de Almería que se viene abajo en la calle Hernán Cortés

Eduardo D. Vicente
15:00 • 07 mar. 2017

En el número doce de la calle de Hernán Cortés, en pleno casco histórico, una de las casas más antiguas de la ciudad se mantiene en pie a duras penas, completamente derrotada de la batalla del tiempo y víctima del olvido más absoluto. Por fuera, sus balcones se tambalean y por dentro hay techos que se han venido abajo poniendo en serio peligro a la familia que todavía habita el inmueble.

Es una casona hidalga del siglo XVIII, que según cuenta el investigador almeriense José Luis Ruz en su libro ‘Los escudos de Almería’, fue propiedad de la familia Góngora, afincada en la ciudad en aquel tiempo. El caserón, en su fachada, conserva su estructura primitiva, destacando en el dintel de la puerta un escudo con la figura de una cruz y cinco lobos, armas de Góngora. Los apellidos de esta familia de la alta nobleza comenzaron a figurar en Almería en 1731 con el capitán don Cleofás; en 1745 con don Francisco y con don Diego de Góngora, que llegaron a desempeñar el cargo de regidores perpetuos de la ciudad. 

La casa, hoy en ruinas, era un palacio: al atravesar la puerta aparecía un patio por donde se accedía a las dependencias del piso bajo, y una hermosa escalera de piedra adornada con columnas y rematada por un arco, que llevaba hasta la planta alta donde se abrían tres magníficos miradores de madera y cristal. Dentro, el laberinto de pasillos y habitaciones era el propio de las edificaciones antiguas: un patio secundario que llenaba de luz y ventilaba los habitáculos interiores, grandes espacios con techos de madera que se fueron viniendo abajo por efecto del abandono.
La casa conserva aún su belleza de novia antigua. Entre las heridas que le han ido dejando los años se pueden contemplar todavía detalles del esplendor de otros tiempos. Como suele ocurrir en los viejos palacios pasados de época, en medio del desastre se palpa la presencia de un dios del lugar, de un estrato misterioso que se ha ido formando con las huellas de todos los inquilinos que a lo largo de los siglos han ido ocupando sus dependencias.

El viejo palacio fue, hasta los años sesenta, una casa de vecinos con todas sus viviendas habitadas. Los propietarios del edificio eran entonces doña Carmen Ponce Ortega y su marido Francisco Romero Rodríguez. Ella era muy conocida en la ciudad por su profesión de maestra, que ejercía en un aula que había habilitado en una habitación de la casa. La escuela de doña Carmen Ponce ocupaba una gran sala de la primera planta. Era una clase holgada en la que se mezclaban niños de todas las edades. Doña Carmen se multiplicaba para poder atender a todos los cursos, ayudada a veces por  su marido, por su hermana, María Ponce y por dos señoritas que le servían de apoyo. En los buenos tiempos del colegio no había un solo hueco libre dentro de la clase y como faltaban pupitres para todos los niños, muchos alumnos se tenían que conformar con sentarse en sillas y utilizar las carteras como mesas. 

Doña Carmen Ponce tenía fama por su habilidad para construir los altares para la primera comunión y para preparar representaciones teatrales. En el patio del colegio no sólo celebraban las primeras comuniones con un menú de bollos y chocolate económico, sino que también ensayaban obras de teatro que después representaban delante de los padres y de las madres sobre el escenario del Apolo y en el salón de los Luises, un local dedicado a actividades culturales que estaba al lado de la iglesia del Corazón de Jesús. También eran muy nombrados los nacimientos que por Navidad montaba en el patio y el buen oído que tenía para hacer coros y cantar villancicos.

La gran casa de la calle de Hernán Cortés estaba llena de vecinos en aquel tiempo. Allí vivía también el industrial Ramón González Llorca, que se hizo célebre por ser el hombre del Mistol. Aprovechaba el patio de la casa para elaborar el detergente y después se iba con el coche promocionando el producto. Allá por donde aparecía hacía la demostración de la calidad del concentrado a todas las amas de casa en medio de la plaza principal, transformada en un mar de espuma.
 







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