Fueron los jóvenes de los años sesenta, el eslabón entre aquellos adolescentes que venían de las estrecheces de la posguerra y los que se bebieron de un trago las grandes bocanadas de libertad que trajo la Transición. Fueron los jóvenes de hace medio siglo, los que conocieron las primeras revoluciones que empezaron a gestarse a través de la música y de la televisión, los que pasaron de los silencios obligatorios del Viernes Santo a la algarabia de los guateques.
Venían de los comedores antiguos de las casas donde reinaban los aparatos de radio, en un tiempo en el que las familias se reunían a la hora de la cena para escuchar las noticias de Radio Nacional, en una época en la que los adolescentes compartían las canciones de sobremesa de los ‘discos dedicados’.
Fueron la generación anterior a la moda de las discotecas, los que empezaron a asociarse en pandillas mixtas, los que los domingos por la tarde organizaban sus pequeñas fiestas particulares en los mismos comedores de las casas o en una cochera vacía. La aparición de los tocadiscos modernos, con altavoces incorporados y fáciles de manejar, supuso una revolución para aquellos adolescentes que ya no se conformaban con la música de la radio y pudieron elegir sus propias canciones.
El baile de los domingos requería una compleja organización que empezaba una semana antes. El grupo de muchachos que organizaba la fiesta tenía que encargarse también del tocadiscos, de los singles, de los refrescos, y de lo que era más importante aún para el baile, la presencia de las muchachas, a las que había que ir reclutando a base de confianza.
En aquellos tiempos la madrugada era un territorio desconocido para los jóvenes de Almería, por lo que había que organizar los bailes por la tarde, a esa hora en la que era posible enviar a los padres a misa y a dar una vuelta por el Paseo para ver los escaparates. Había bailes caseros en los que las madres se quedaban para vigilar y si se ausentaban dejaban en su puesto al hijo pequeño o a la abuela para que velara por la decencia de aquella casa. Tardes de bailes inocentes a media luz, cuando las parejas se susurraban al oído las primeras promesas de amor mientras sonaba de fondo la voz de Adamo cantando “tombe la neige”. Y mientras la nieve caía en el tocadiscos el fuego se desataba entre los cuerpos, y al calor abrasante de los primeros roces se unía la voz de Raphael con su “Hablemos del amor”. Pero allí sobraban las palabras mientras se desataba la lucha: ellos tratando de acercarse un poco más; ellas manteniendo a raya al atrevido. En aquellas escaramuzas aquél que conseguía un beso en los labios ya se podía ir contento a su casa, había triunfado de verdad.Los bailes acababan temprano porque las chicas tenían que estar antes de las diez en casa. Unos se quedaban recogiendo y otros se encargaban de acompañarlas para que los padres vieran que no volvían solas.
Aquellos muchachos de 1967 fueron también los primeros que ganaron la batalla del pelo largo, que en muchos casos fue una guerra contra la autoridad paterna. Querían parecerse a los Beatles, ser jóvenes de su tiempo, y uno de los símbolos de entonces era la melena como respuesta a los peinados militares de la época de sus padres. Hubo quien salió airoso y lució su melena sin trabas, pero hubo otros que tuvieron que conformarse con la melena del amigo porque en sus casas no se lo permitieron. “No me gusta ese amigo que te has echado ahora, el de las melenas”, fue una frase que se repitió con frecuencia en muchos hogares de Almería de aquel tiempo. El que llevaba el pelo demasiado largo estaba bajo sospecha y allí estaban los padres con su principio de autoridad de otra época para repetirles: “Ya te espabilarás cuando vayas a la mili”. Y no iban desencaminados con el comentario. El servicio militar era para los jóvenes de entonces una amenaza constante que se cernía sobre su futuro para llenarlo de dudas y cortarles sus primeras alas de libertad.
Aquellos muchachos de 1967 fueron también los de las chaquetas de traje a plazos, cuando iban con sus madres a la sastrería de Serrano o a la de Barón a que les tomaran medidas. En algunos casos las chaquetas de los domingos, auténticos símbolos de la adolescencia de aquel tiempo, hubo que pagarlas poco a poco como el frigorífico o el primer televisor. Cuando los domingos salían por el Paseo a dar una vuelta, envueltos en sus chaquetas relucientes, parecían hombres prematuros. Muchos ya lo eran porque habían encontrado su primer trabajo y llevaban su primer sueldo en la cartera.
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