Los ‘artistas’ del juego de los triles

Formaban un equipo dispuesto a sacarle los cuartos al primer primo que apareciera

Eduardo D. Vicente
15:00 • 15 mar. 2017

A los trileros  no les gustaban los niños que se acercaban a mirar mientras ellos ejercían su oficio. Tampoco eran partidarios de los espectadores que se colocaban en medio de la escena a disfrutar del morbo de ver cómo los otros perdían. El mirón estaba tan mal visto que procuraban alejarlo de la mesa por si acaso se pasaba de listo y ahuyentaba la presa. 


A los trileros no les gustaban los niños, pero a los niños sí nos gustaban los trileros, aquellos personajes que parecían sacados de una novela negra de serie B, que hacían del truco y del engaño una obra maestra. Jugadores furtivos, embaucadores de ferias y mercados que  le sacaban mil pesetas al primer ‘julai’ que se acercara por la mesa dispuesto a hacerse rico. 


Los trileros formaban un equipo perfectamente conjuntado, un cuerpo de baile con los movimientos estudiados, un grupo de actores que se conocía el guión de memoria de tanto repetirlo. Estaban liderados por el maestro, el que movía los hilos: manejaba las cartas y manipulaba los cubiletes con los que siempre ganaba. Era el burlador, también conocido en el argot del timo como el curraor, la piedra angular sobre el que giraba el oficio.




El juego de los triles era un juego callejero basado en el engaño. Los trileros vivían del truco, de engañar a aquellos que a su vez se acercaban a la mesa pensando que iban a engañar al maestro. Para montar ‘el tinglao’ era necesario un cuadro de actores que estaba compuesto por el director, el que ejecutaba los juegos de manos, y una colla de compinches también llamados ganchos o garabitos, que participaban en la partida.


La ceremonia se montaba en cualquier esquina de la ciudad, pero había algunos lugares estratégicos, puntos señalados que formaban parte del callejero habitual de los trileros. Uno de esos puntos sensibles era la calle Obispo Orberá en las proximidades del Mercado Central. Era un buen escenario para montar el chiringuito sin llamar demasiado la atención, en medio del tumulto de gente que iba y venía de la Plaza. Era, además, un lugar de paso para los forasteros que llegaban de los pueblos a la estación de autobuses. 




El juego comenzaba con un sainete: el burlador montaba la mesa, sacaba sus cubiletes, que a veces eran tres cáscaras de nuez, y finjía que estaba jugando con un grupo de hombres que se habían arrimado al querer, tres o cuatro ganchos que actuaban con devoción, como si de verdad se estuvieran jugando los cuartos. A veces, para enriquecer el decorado, se extendían sobre la mesa media docena de relojes de oro para llamar la atención, piezas de pasteleo que habían sido adquiridas a un moro ambulante por no mucho más de quinientas pesetas y que eran utilizadas en el juego de los triles para montar el escaparate. 


Mientras el juego se organizaba, a una distancia prudencial, un miembro del equipo se encargaba de vigilar por si aparecía ‘la madame’ o ‘la pestañí’, que era como llamaban a la policía en su peculiar lenguaje. A ese centinela o encargado de  “dar el agua” le llamaban ‘el aguaor’ y de él dependía que aquellos comediantes no acabaran en comisaria.




Todo el mecanismo del engaño se ponía en funcionamiento cuando el gancho descubría que había un primo al acecho. Cuando veían venir al julai se desplegaba todo el arte de aquellos maestros del embuste. Los ganchos simulaban que estaban jugando, y el burlador ganaba y se dejaba perder para que la víctima mordiera el anzuelo. “Yo voy con quinientas pesetas”, gritaba nervioso uno de los ‘inocentes’ muchachos que formaban  la colla. En esos momentos el maestro, sin mirar a su compinche a la cara, le respondía: “Jovencito, lo menos que me juego son mil, un talego”. A su vez, otro de los cómplices, haciéndose el ‘lila’, preguntaba: “maestro, cómo va esto”, y el currador le contestaba: “Yo la tapo y la escondo. Ustedes van todos contra mí y yo uno contra todos”, decía poniendo un gesto de inferioridad. 
Mientras el cuadro artístico ponía en escena su función, el primo iba cayendo en el engaño hasta que se sacaba el primer billete del bolsillo y lo perdía. “Pero cómo has estado”, le decía el gancho. “¿No has visto que la ha cambiado?”. Pero el panoli no se había quedado con la copla, con ese último movimiento en el que el burlador le hacía ver que dejaba la bolita de papel de fumar bajo uno de los cubiletes cuando en verdad se la llevaba pegada a uno de los dedos de la mano. Cuando el julai levantaba el cubilete se encontraba con que debajo no había nada. 


Los trileros conocían tan bien su oficio que olían el dinero. Cuando veían a un primo que se pegaba a la mesa con la mano pegada al pantalón dejaban caer la consigna: “No dicarlo que las cría. Va pisao”, que más o menos quería decir: No lo miréis no vayáis a espantarlo, que lleva la cartera hasta las trancas. 


Más de una vez, en plena actuación, se escuchaba desde la otra esquina una voz potente que gritaba: “Agua”. Entonces recogían el tinglado  a toda prisa y en diez segundos levantaban el vuelo ante la presencia de la policía.
 



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