En casi todas las casas sobrevivió uno de aquellos viejos aparatos de radio, grandes como barcos, que formaron parte de las familias hasta que se impuso la televisión. A los niños nos gustaba sumergirnos en aquel océano de emisoras lejanas y recorrer el mundo escuchando las voces extranjeras que nos llegaban de lugares tan remotos entonces como París, Londres o Casablanca. Nos gustaba el misterio que encerraban aquellas radios pasadas de moda y el crujido, como si fuera un lamento, que se producía cuando le dábamos vueltas al botón del dial y atravesábamos el mundo a través de las ondas.
Antes de que la televisión entrara en nuestras casas para ocupar el mejor rincón del comedor, la radio no dejaba de sonar desde ‘el Parte’ de las tres hasta las noticias de las diez de la noche. Después de comer, a esa hora en la que los niños se marchaban de nuevo al colegio y las mujeres se quedaban solas, la radio era la banda sonora imprescindible, la voz que se escapaba por los patios de las casas acompañando el canturreo de las madres que se aprendieron todo el repertorio de la época a fuerza de escuchar una y otra vez las canciones en la radio.
La radio era tan importante que el aparato sólo podían manipularlo los mayores. “Niño no toques la radio no vayas a romperla”, se escuchaba a menudo en las casas, porque aquel artefacto lleno de magia tenía que durar media vida. A las tres, después del noticiario, llegaba la hora de los discos dedicados de Radio Almería. A comienzos de los años sesenta, el programa llegó a tener tanto éxito que lo emitían en dos franjas horarias: a las tres de la tarde y a las seis y media. Entre medio llegaban aquellas eternas radio novelas llenas de voces profundas y sentimentales que hacían llorar a nuestras madres sin que los niños supiéramos muy bien el por qué de esas lágrimas.
Pero a nosotros, lo que más nos gustaba era el programa de los discos dedicados. Nos gustaba porque era la única forma de escuchar las canciones de moda en un tiempo en el que casi nadie tenía tocadiscos, y nos gustaba porque siempre había alguien de nuestra familia o de nuestro barrio al que le dedicaban una de las canciones de moda. “Para Juanito, el niño de la Plaza Cepero, en el día de su santo, con mucho cariño de sus padres y sus abuelos”.
Muchos de aquellos aparatos de nuestra infancia eran venerados como una reliquia porque formaban parte de la familia desde varias generaciones atrás. Las radios se heredaban como ahora se hereda una casa, y eran tan respetadas que a diario se les pasaba un paño para quitarles el polvo y se les colocaba encima un tapete de ganchillo para adornarlas. Muchos de aquellos artefactos ya estaban en las casas en los años de la posguerra, cuando tener una radio era un lujo que había que pagar desde que en diciembre de 1943 se impuso el impuesto de radioaudición.
Un día, aquel aparato de radio, viejo y destartalado, que formaba parte de nuestras casas como uno más de la familia, se fue quedando aparcado en el comedor, medio oculto bajo el tapete de ganchillo y el jarrón de las flores. Aquella radio que tantas noches nos acompañó a la hora de la cena, aquel artilugio lleno de luces y nombres de ciudades sugerentes y lejanas, que tenía un botón que los niños no podíamos manipular por temor a que lo rompiéramos, acabó convirtiéndose en un mueble silencioso, en un trasto pasado de moda.
Un día, aquellos majestuosos aparatos de radio se quedaron sin voz y fueron sustituidos por los transistores, que a mediados de los años sesenta llevaron la música y las voces de los locutores por todas las habitaciones de las casas. El transistor, pequeño y manejable, sonaba en los patios, en los portales, en el váter, en los dormitorios y en la cocina. En verano, las playas empezaron a llenarse de transistores y los domingos, en el fútbol, se hizo habitual la imagen del aficionado sentado en la grada con el transistor bien pegado al oído y el cigarrillo de los nervios en los labios.
Sonaba el transistor en el cuarto de baño mientras nuestros padres se afeitaban y no paraba de sonar por la tarde, cuando las casas se quedaban en calma, acompañando el trabajo constante de las madres. Mi recuerdo del transistor va asociado al de una de aquellas primeras tardes de invierno de mi infancia cuando a la vuelta del colegio, mientras hacía la tarea con los pies abrigados bajo la falda de la mesa de camilla, escuchaba desde el fondo de la casa la sintonía del programa del consultorio de Elena Francis. Mi recuerdo del transistor va asociado también a la voz de José Miguel Fernández, el locutor de Radio Juventud que nos contaba los éxitos y las derrotas del Almería cuando jugaba fuera de casa.
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