En los años 60 del pasado siglo, un hombre pequeño solía pasear en silencio por las calles apretadas de Mojácar. Había llegado por casualidad, por ese impulso telúrico que tenían los jubilados extranjeros a subirse en un coche y recorrer paisajes nuevos, tras una vida sedentaria anclados al yugo de una fábrica o de una oficina funcionarial como la de Kafka.
Se llamaba este caminante Benjamín y tras un primer periplo almeriense conoció a unos albañiles, los Clementes, y se hizo construir una casita que llenó de música y libros en la calle Puntica, cuando a esa joroba de Sierra Cabrera aún no habían llegado los embajadores ni los bohemios de licores y pinceles.
Benjamín, un judío ruso que nació en Alemania en el remoto 1908, se asomaba a ver todas las tardes, desde las alturas del Picacho, cómo caía el crepúsculo sobre el campo de Cuartillas y después a conversar y fabular horas y horas con los lugareños, contando historias con la espalda pegada a la paleta de la Plaza o en los veladores del Hotel Indalo que acababa de abrir Francisco Haro.
Era un extranjero ensimismado, misterioso, arrugado por el tiempo y aficionado a comer pescado a deshoras y del que nadie sabía a ciencia cierta cómo había llegado hasta allí, cuando llegar a Mojácar aún no estaba tan de moda.
Ese hombre extraño deambulando por la Mojácar iniciática, ese forastero anónimo de maneras elegantes, vecino de José González el Marrullo y de María Córcoles, con un número grabado con tinta azul en el brazo izquierdo (60.532), se había pasado la vida huyendo, de un lado para otro, perseguido y esclavizado en ese tiempo oscuro de la Europa de Entreguerras.
Pocos hombres o mujeres en este mundo pasaron por lo que el pasó con fuerzas para sobrevivir: por la Revolución Rusa primero y por ¡siete! campos de concentración franceses y alemanes después. Ese hombre que durante cuarenta años vivió temporadas enteras en tierras almerienses, que compartió mesas y tertulias con mojaqueros, que compró en sus tiendas y bebió agua de su fuente mora, había nacido casualmente en Karlsrhue (Alemania), según relata su traductor Ramón Lorente, y siendo niño volvió con su familia semita a Riga, capital de Letonia, perteneciente entonces al Imperio Ruso.
Allí, en ese tiempo aún de zares y zarinas, le sorprendió la revolución bolchevique y su familia burguesa fue perseguida por su condición religiosa. Ante los problemas para encontrar una Universidad en su país que lo admitiera para estudiar ingeniería, su padre lo envió en 1926 a Francia, en los felices años de los bailes de charlestón. Allí se sintió por primera vez un ser humano Benjamín, a pesar de la triste noticia de la muerte de su madre por leucemia y allí empezó a trabajar en una empresa de electrificación rural. En agosto de 1939 pasó sus últimas vacaciones en Riga y volvió a Francia la víspera de la invasión alemana de Polonia.
Francia empezó a ser ocupada por los nazis y dio rienda suelta a la II Guerra Mundial. Los gendarmes fueron a buscarlo a la fábrica, por su condición de ‘elemento peligroso de izquierdas’ cuando nunca había pertenecido a ningún partido político. Fue internado en el campo de concentración de Vernet y ahí comenzó para él un calvario que habría de durar cinco años. Convivió con soldados españoles que acababan de perder la Guerra y un joven llamado Casero le enseñó a hablar castellano.
Se aseaban con agua infecta, comían sopa de nabos putrefactos y cualquier perro o gato que veían acaba en la olla. De allí lo trasladaron al siniestro campo de Drancy, ya con la mitad de Francia invadida por Hitler, y a Birkenau, uno de los mayores mataderos de la historia de la humanidad, una máquina genocida que funcionaba metódicamente sin compasión, cuyas atrocidades le marcaron la vida. Volvió a salir de allí, como si le tocara la lotería, a una mina de carbón en el campo de Auschwitz-Jawischowitz, donde su único reto cada mañana era seguir vivo un día más. Enfermó de gripe y a punto de morir lo mudaron al Campo de Buna, donde trabajó junto al químico y ensayista italiano Primo-Levi, y de allí, con los alemanes casi vencidos, a Gleiwitz y al Campo de Dora, donde los científicos alemanes desarrollaban sus famosas bombas volantes.
Fue liberado de Bergen-Belsen por una columna aliada de canadienses el 15 de abril de 1945, esquelético, masacrado por el cautiverio, tardó meses en poder ser reconocido por sus amigos, ya que familia no le quedaba, había sido arrasada por las tropas nazis en los bosques de Riga.
Gracias a que hablaba seis idiomas no le faltó nunca el empleo como intérprete en la Francia libre y en la Argelia independiente. Con el dinero de su pensión, se hizo una casa con jardín en la localidad francesa de Mauzac donde pasaba los veranos y reconocía el trinar de los ruiseñores, y otra en Mojácar, donde transcurrían sus inviernos, donde aprendió a olvidar su atroz pasado, entre paseos por la Glorieta, acompañado por Anna, la cantante de ópera rusa con la que se casó en el invierno de su vida. Falleció Benjamín en Francia, en 2006, casi centenario, acordándose cada día de esos atardeceres desde los cerros de Mojácar que le hicieron olvidar tantos años de infierno.
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