Era un especialista haciendo su trabajo. Utilizaba su cara de niño bueno para no levantar sospechas y se colocaba detrás del portero como si fuera un fotógrafo sin cámara o un miembro de la Cruz Roja sin uniforme. Dominaba como nadie ese territorio prohibido que era el lugar sagrado del portero. Nadie podía acceder a ese islote nada más que él, mientras que la policía, sentada en sus sillas, miraba para otro lado. Empezaba el partido alejado, en ese imaginario fondo norte de un estadio sin fondos, y poco a poco se iba acercando a su objetivo, siempre de forma sigilosa, con las manos metidas en los bolsillos, esperando el momento para situarse detrás de la red sin llamar la atención del árbitro ni del equipo rival.
Era el Rafaelico, la sombra de los porteros que visitaban el estadio de la Falange, el aficionado que estaba tan integrado en el equipo que aparecía en las fotos de las alineaciones como si fuera titular.
Se llamaba Rafael Martínez Andújar y era natural del barrio del Zapillo. Su padre tenía el bar Telares en la calle Jaúl, uno de aquellos locales a mitad de camino entre cafetería y bodega. Por allí iban los jugadores del Almería de los años sesenta: Axpe, Ordaz, Noda, Santander, Florencio Amarilla, que eran buenos clientes.
Rafaelico ayudaba a su familia en el bar, pero no tenía vocación de hostelero, era demasiada responsabilidad, mucho cargo para su frágil personalidad. A él, lo que de verdad le gustaba, era el fútbol, por lo que su padre, aprovechando esa pasión, decidió montarle unos futbolines en la esquina con la calle Vinaroz para que pudiera ganarse la vida con su trabajo. El Rafaelico se convirtió en uno de aquellos maestros de futbolines que llevaban a la cintura la bolsa con el cambio y vigilaban para que no hubiera peleas ni se hicieran trampas. Su local era el centro de reunión de los jóvenes del Zapillo y un refugio permanente de los que se fumaban las clases del instituto masculino.
Cada vez que podía, Rafaelico se dejaba a alguien de confianza cuidando de los futbolines y se acercaba al estadio a ver los entrenamientos. Los jugadores, en clave de humor, comentaban con frecuencia aquello de “no empezamos a correr hasta que no venga el Rafaelico”.
Los domingos llegaba al estadio antes de que se abrieran las puertas y le echaba una mano al que ponía las banderas y al hombre que pintaba el campo. Luego se iba a la puerta a ver entrar a los árbitros y cuando llegaban los jugadores bajaba hasta los vestuarios para respirar ese ambiente previo de nervios, músculos y linimento.
Era uno más del equipo. El Rafaelico saltaba al terreno de juego siguiendo a los futbolistas y cuando posaban para la fotografía de rigor, en un ritual que se repetía todas las jornadas, él asumía su condición de jugador número doce para salir en la foto.
Después se colocaba la gorra, se metía las manos en los bolsillos y buscaba un hueco donde pasar desapercibido, lo más cerca posible del portero contrario. El Rafaelico era la sombra de los porteros, una amenaza constante, un vigilante sigiloso que sin hacer ruido trataba de distraer al rival. “Esta va dentro”, decía, antes de que la pelota llegara al área, o “te va las a tragar”, aseguraba ante el asombro del desprotegido guardameta. A veces, llamaban la atención del árbitro, que a su vez solicitaba a la policía armada que alejara de allí a aquel personaje empeñado en marcar goles psicológicos. ‘Los grises’, que ya lo conocían, le pedían que se alejara unos metros, pero no servía de nada. Cinco minutos después, ya estaba situado de nuevo cerca del poste, presagiando los peores augurios para la integridad del portero. Cuentan que en un partido puso tanta pasión en su cometido que se coló en el terreno de juego y condujo hasta el fondo de la red un balón que se perdía por la línea de fondo.
El Rafaelico fue un trozo de historia de los años de fútbol en el viejo estadio y todo un mito en su barrio del Zapillo. La última que lo vimos fue en una de aquellas manifestaciones populares que los aficionados protagonizaron en el verano del 76 para protestar por el llamado ‘caso Hierro’. Después le perdimos el rastro hasta que un día conocimos la triste noticia.Rafael Martínez Andújar había muerto antes de cumplir los 28 años.
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