El dólar del buzo de San Francisco

Gregorio Gil (1868-1964) emigró de Bentarique a San Francisco en octubre de 1920

Gregorio Gil en uno de los retratos que se hizo en América. A la derecha: el primer dólar que ganó en San Francisco y el carnet de emigrante.
Gregorio Gil en uno de los retratos que se hizo en América. A la derecha: el primer dólar que ganó en San Francisco y el carnet de emigrante.
Eduardo D. Vicente
19:39 • 01 sept. 2017

En su vieja cartera de cuero, junto al carnet de identidad que lo acompañó de por vida, guardaba el primer dólar que había ganado en su juventud, recién llegado a América. Aquel dólar era para él mucho más que una moneda: tenía un incalculable valor sentimental, confirmaba que la aventura de haber cruzado el Atlántico, de haber dejado atrás su pueblo y su  familia había merecido la pena. Aquel primer dólar le devolvió el aliento después de haber estado cerca de perder la vida mientras atravesaba el continente americano de Este a Oeste en un viejo tren de vapor.




Gregorio Gil conservó el dólar durante el resto de sus días y tras su muerte se lo dejó a sus descendientes como una herencia.




Su vida fue una gran aventura desde que vino al mundo en el invierno de 1886. Nació en Alboloduy, pero unos meses después, antes de que pudiera dar sus primeros pasos, se trasladó con su familia a Bentarique. Su padre, molinero de profesión, había encontrado un buen empleo en uno de los molinos que hacían el serrín que se utilizaba en los barriles para exportar la uva de Almería.




Pasó su infancia y su primera juventud en Bentarique. Cultivó la tierra, trabajó en un molino de pólvora en el cerro Colorao, contrajo matrimonio y enviudó pocos años después. La muerte de  su esposa lo empujó a buscar nuevos horizontes y otras ilusiones. La posibilidad de irse lejos a por otra vida que difícilmente podría encontrar en el pueblo le hizo replantearse el futuro. El único obstáculo que le impedía dar el salto era su hija Soledad, a la que finalmente dejó bajo la tutela de su cuñado, el cura de Bentarique don Eduardo Romero Cortés.




Un día, junto a su amigo Enrique el de María Dolores, cruzó la frontera hacia Francia para trabajar durante un año y medio en el dragado del puerto de Marsella. Cuando terminaron el trabajo la misma empresa le ofreció cruzar el océano y marcharse a América, donde tenía un puesto asegurado en el muelle de la ciudad de San Francisco.




A finales del mes de octubre de 1920, Gregorio Gil, el hijo del molinero de Bentarique, viudo y con una hija, y con todas las ganas de comerse el mundo, se embarcó en el puerto de Almería rumbo a Nueva York. El viaje fue cómodo, un descanso de unas semanas en alta mar, nada que ver con la aventura que le aguardaba en tierra firme.  Había llegado a Nueva York, pero su destino estaba en San Francisco, por lo que tenía que atravesar todo el continente de Este a Oeste y recorrer más de cinco mil kilómetros para terminar el viaje que había iniciado en Almería.




En el otoño de 1920 se subió al tren rumbo a San Francisco, sin imaginar la odisea que el destino le había reservado. Antes de llegar a la mitad del recorrido el tren fue atracado por unos bandidos que desvalijaron a todos los pasajeros, quitándole además del dinero y de los objetos de valor, las prendas de ropa más preciadas. A Gregorio lo dejaron sin equipaje, le robaron el dinero que llevaba para los primeros gastos en América y además lo despojaron del abrigo con el que se resguardaba del frío intenso del camino. Muchos de los pasajeros que compartían la travesía se fueron quedando por el camino cuando llegaban a una estación y les ofrecían la posibilidad de tener un buen trabajo.




Gregorio pudo haberse bajado antes de llegar a su destino, pero estaba empeñado en llegar al final, convencido de que había dado su palabra a la empresa y tenía que presentarse en el puerto de San Francisco. Los días se le hicieron eternos en aquel viejo tren de vapor, sin una moneda en el bolsillo y sin otra forma de sustento que el trigo remojado en agua que iba masticando para no desfallecer.


Cuando llegó a San Francisco se presentó en las oficinas de la empresa de dragados con la vestimenta convertida en harapos y desvanecido por el hambre. Cuando contó su historia el encargado le puso en la mano un anticipo del sueldo. El primer billete que tocó fue el que guardó de recuerdo para certificar el éxito de haber llegado con vida, y el resto del dinero lo utilizó para comer sin límite, para comprarse ropa y para adquirir un revólver, ya que según le advirtieron nada más llegar, en aquel tiempo y en aquel lugar, un hombre que no portara un arma tenía escaso valor.


Su aventura mereció la pena. En el trabajo se hizo respetar y fue ascendiendo hasta ser capataz de la sección de buceadores del puerto de San Francisco. Había aprendido a bucear cuando hizo el servicio militar en la Marina y acabó especializándose en América. Estuvo más de tres años lejos, hasta que decidió regresar para iniciar una nueva vida en su tierra junto a su familia. Del viaje de vuelta contaba que había sido uno de los primeros navegantes españoles que cruzaron por el canal de Panamá.



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