Arriba, en el salón de te, los rayos de sol de la tarde en retirada pelean por colarse a través de las ventanas que rodean el edificio, llenando de luz y de sombras sus estancias. El aire corre limpio a través de la corriente y un azul intenso de mar te reclama la mirada desde el horizonte. Hay un dios suelto allí arriba, tal vez sea ese mismo dios que los niños encontrábamos cuando nos perdíamos en los callejones más estrechos de la Alcazaba o cuando nos dejábamos caer por sus piedras resbaladizas como si fueran un tobogán.
Había un dios merodeando por esas cuestas llenas de vida, de tierra, de madres que olían a ropa recién lavada, de niños que parecían hijos del barro, de abuelas que veían pasar la vida sentadas al sol de sus últimos inviernos. Ese dios, esa esencia primitiva del lugar, nutre ahora los aposentos de ‘Almedina Baraka’, un nuevo establecimiento que acaba de abrir sus puertas frente a la puerta principal de la Alcazaba.
Podría ser un restaurante, pero es más que un restaurante. Podría ser una tetería, pero hay más en su interior. “Nuestra intención ha sido poner en valor algo más que un negocio. Buscamos convertirnos en un lugar de encuentro donde la gente se pueda reunir para comer, para tomar el te, para hablar sin prisas, para escuchar una conferencia, para contemplar una exposición de pintura o para disfrutar de la música”, me cuenta Yolanda Martínez Lirola, la promotora del proyecto.
Ella, junto a su marido, el abogado Pedro García Cazorla, ha conseguido hacer realidad un largo sueño que empezó hace cuatro años, cuando decidieron comprar una casa en ruinas y un solar convertido en basurero, en la misma plazoleta de la Alcazaba, para poner en valor este rincón del maltrecho casco histórico de la ciudad. “Uno de nuestros objetivos es que nuestro establecimiento pueda ayudar a resaltar la belleza del barrio, esa gracia que tiene, la esencia misma de una ciudad que parece haber olvidado su origen”, asegura.
El nombre ‘Almedina Baraka’, quiere reivindicar el origen del barrio y su espiritualidad. “Baraka significa suerte, bendición, un estado de perfección entre lo divino y lo terrenal”, subraya.
Entre lo divino y lo terrenal están las manos de Khadija Zaiz, el alma de la cocina, la mujer marroquí que prepara los mismos platos que elaboraba su abuela cuando se encargaba de los banquetes de bodas en Marruecos. Lleva diez años en Almería y ha creado una escuela de cocineras. Es una experta cocinando la carne de pollo, la ternera y el cordero, carnes tratadas de forma especial, ya que buscan que el animal muera sin sufrimiento para conseguir una carne más sabrosa y con menos toxinas.
“Nuestra cocina tiene la peculiaridad de estar siempre abierta, sin un horario rígido, para no ponerle límites al día. Aquí cualquiera puede venir a comer a las cinco de la tarde, que le preparamos el plato que quiera”, asegura Yolanda Martínez. El único límite del negocio es que no se sirven bebidas alcohólicas. “Lo hacemos por convicción. Este es un lugar beneficioso para la mente y para el cuerpo”, aclara.
Bastela, tajín de cordero, cuscús, y unos postres árabes que ellas mismas elaboran en la cocina siguiendo las reglas tradicionales de la cultura marroquí. Están elaborados a base de productos naturales, sin ningún tipo de conservantes, con la base de las almendras, el sésamo, los cacahuetes, la harina y una miel especial que traen del museo de la miel de Jerez.
Recorrido
‘Almedina Baraka’ tiene tres estancias principales, además de un patio y una pequeña mezquita para el rezo. En todas ellas reina la luz, esa luz de los antiguos patios almerienses cargada con los reflejos del mar y los caprichos del sol. Abajo está la sala de comidas, desde donde se puede asistir al ajetreo de la cocina; en la primera planta aparece el salón del te, abierto al sur, desde donde se puede ver el mar, con dos grandes balcones al norte para poder rozar con las manos las murallas de la Alcazaba. Arriba, en la azotea, está el espacio reservado para las noches de verano. Es una atalaya que domina la ciudad, un escenario perfecto para las actuaciones musicales de los fines de semana.
En cada una de sus salas hay un denominador común: el recogimiento, la invitación a la serenidad, a pasar un rato y sentarse, a detener el tiempo con la coartada de una taza de te, de un dulce árabe o de una jarra de limonada con hierbabuena. “Queremos un espacio que invite a la conversación, un sitio donde la gente pueda venir a hablar sin prisas, donde los poetas puedan contarnos sus poemas, donde los pintores puedan exponer sus creaciones y donde los músicos puedan cantar”, explica la propietaria.
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