Cada acera del Paseo tenía sus encantos y para los niños de hace cuarenta años era un gran acontecimiento recorrer la avenida por el puro placer de mirar los escaparates, buscar las novedades de las tiendas de juguetes o entrar en aquel escenario mágico que era entonces el noble caserón de la vieja biblioteca Villaespesa.
La biblioteca pregonaba sus tesoros a la calle con ese perfume a libro viejo, a bolas de alcanfor y a madera de otro siglo que inundaba el portal y se derramaba desde los balcones principales del edificio. Fuimos muchos los que allí descubrimos que los libros se empezaban a leer por el olfato. Pisabas el tranco de la puerta y el olor te invitaba a pasar al vestíbulo, donde grandes armarios repletos de libros antiguos encuadernados con tapa dura te daban la bienvenida y te hacían descubrir que habías entrado en otro mundo.
Todo parecía viejo en aquella casa: los grandes libros recubiertos de polvo y olvido de las vitrinas; la decoración que apenas había cambiado en treinta años; aquellos muebles donde se archivaban las fichas de las obras con las papeletas desgastadas por el roce de las yemas de los lectores; los bedeles que estaban al otro lado de la ventanilla, que del contacto con el papel amarillento y la luz de oficina parecían tan mustios como aquellos tomos antiguos que languidecían en los armarios.
Subías las escaleras de piedra, pasabas la frontera del mal humor de los bedeles y por fin entrabas en la sala de lectura, con aquellos pupitres de madera, ya desgastados por el tiempo, con aquellos sillones solemnes con respaldo de madera y asientos de cuero, y con aquella vidriera de cristal oscuro donde destacaba le dibujo del águila imperial.
Allí dentro se detenía el mundo y un silencio de siesta se apoderaba del ambiente. La magia del lugar se acentuaba si entrabas a primera hora de la mañana, cuando con los balcones abiertos se colaban a la vez los primeros rayos de sol y los ruidos del comercio del Paseo. Era la hora de los jubilados que entraban a leer el periódico. Por la tarde el ambiente era distinto y la biblioteca se llenaba de adolescentes del instituto que encontraban allí el mejor escenario para preparar sus exámenes. También era la hora de los niños que no teníamos dinero para comprarnos los lujosos tebeos de Astérix y de Tintín, y nos conformábamos con compartirlos con los otros niños de la ciudad, aunque tuviéramos que ir recomponiendo sus hojas, desornadas por el uso excesivo.
Al lado de la biblioteca, un portal más arriba, solíamos detenernos para mirar a través del escaparate los regalos inalcanzables de la tienda de París-Madrid, un establecimiento que formaba parte de la ciudad desde el año 1927. Había tenido dos ubicaciones: primero en la calle Real y posteriormente en el corazón del Paseo.
París-Madrid fue uno de los primeros comercios que reabrió sus puertas al terminar la guerra. El once de abril de 1939, su propietario se dirigió a sus clientes para comunicarle la noticia de que regresaba a la actividad mercantil: “Rogelio Ferrer, dueño de los almacenes París-Madrid tiene el honor de ofrecerse nuevamente a su clientela y público en general”, decía el mensaje del diario Yugo. A pesar de las dificultades de la posguerra, don Rogelio no dejó de sorprender con nuevos muebles y las mejores lámparas de fantasía que iban apareciendo en el mercado, y con las grandes exposiciones que todos los años programaba en su acreditado establecimiento. En abril de 1953 presentó un dormitorio de estilo Rococó que causó admiración en la ciudad.
Tanto el fundador de la empresa como su hijo, que también se llamaba Rogelio Ferrer, mantuvieron como seña de identidad el trato exquisito a los clientes. El lema era que los empleados no tenían que despachar, sino atender al público de la forma más cercana y respetuosa. Además de formalidad y buenos modales, los dueños del almacén exigían también la máxima puntualidad, un detalle que siempre obsesionó a don Rogelio. En la década de los cincuenta y en los sesenta fue cuando el negocio alcanzó sus cotas más altas de popularidad. Eran tiempos en los que las parejas jóvenes que iban a casarse acudían a las tiendas de muebles más acreditadas para que les amueblaran la casa o el piso. La imagen de los carros viniendo desde la estación cargados con los muebles que habían llegado en el tren, se hizo habitual en aquella época.
La presencia de París-Madrid en los medios de comunicación fue constante. Una de sus cuñas publicitarias hizo historia y figura entre las más impactantes de las que entonces se hicieron en Almería. El anuncio, que aparecía a diario en los programas de las principales emisoras de radio, decía: “Señorita, usted ponga el novio, que París-Madrid pondrá lo demás”. También tuvo éxito el mensaje que decía: “Primero el piso, después la novia y al final almacenes París-Madrid”.
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