El primer almeriense que se convirtió en guardia de la porra

Miguel Soler Martínez, nacido en Cuevas del Almanzora

Miguel  Soler, el penúltimo de la fila, junto a sus compañeros de la guardia de tráfico de Madrid  en 1926.
Miguel Soler, el penúltimo de la fila, junto a sus compañeros de la guardia de tráfico de Madrid en 1926.
Manuel León
22:59 • 14 oct. 2017

Se llamaba Miguel Soler Martínez, tenía el buen porte que se tiene a los 25 años y era oriundo de Cuevas del Almanzora.Para pagarse sus estudios de medicina en la Universidad Central de Madrid, se hizo en 1926 guardia de la porra, de la primera promoción de ese cuerpo recién creado por el alcalde Alberto Alcocer.




Fue durante años este almeriense de vida novelesca, parte del paisaje de rincones y calles de aquel viejo Madrid que palpitaba en las páginas de Mesonero Romanos, de plazas como la de San Carlos, la de Noviciado o la de Cibeles, donde con su silbato de metal y su cachiporra en bandolera regulaba el tráfico por unos adoquines mohosos en los que los motores iban desplazando cada vez más a carros y tartanas. 




Allí se podía ver, impasible el ademán, al cuevano, al nieto de la rica propietaria María de la O Flores, durante cinco horas todas las tardes, con su traje azul reglamentario, entre transeúntes ajetreados y el bramido de los vehículos acharolados de los felices años, invitando a cruzar entre requiebros a las modistillas de Chamberí, ayudando a los ciegos del Hospicio a cambiar de acera o velando por el buen funcionamiento de los primeros semáforos de la villa y corte. 




En esos iniciales años de guardias de tráfico es cuando se estableció que los vehículos debían circular por la derecha, se aprobó el primer reglamento de circulación, los pasos de peatones y a los guardias se les construyó un pedestal en el centro de la calzada desde donde aparecían como estatuas de carne y hueso, a los que la gente llamaba por su nombre y les dejaban, pavos y botellas de sidra como aguinaldos de Navidad.




La porra de Miguel era como una varita mágica entre esa catarata  rugiente de neonatos  Chevrolet, de Buick, de camionetas de reparto diario de la época que convivían aún con coches de tiro, entre el humo de la gasolina y la furia de esa desconocida velocidad de 30 kilómetros por hora. 




Era Miguelón el heredero de los populares guindillas, esos guardias de la época de Fernando VII que tanto solía caritacurizar Paco Umbral en sus columnas diarias. Miguel, el intrépido hijo de Cuevas, ganaba por ese trabajo tan insólito para un estudiante un sueldo de 45 duros a las órdenes del director de tráfico Emilio Abarca.




Esos emolumentos le servían para poder pagarse la casa de huéspedes en la calle Atocha y sus estudios de medicina, ante los problemas económicos de una hacenda familia venida a menos. 




Miguel Soler nació en 1901 fuerte, vehemente y sentimental, en ese pueblo almeriense conocido como la tierra de la plata. Sus bisabuelos eran el abogado Miguel Flores Cánovas y Angustias Fernández Albarracín, conocida como la Niña de Cera (ver el libro de Enrique Fernández Bolea Historias para una historia). Sus abuelos paternos eran Miguel Soler Márquez- heredero de la más opulenta familia de industriales mineros cuevanos- y María de la O Flores Fernández, que dedicó parte de su patrimonio a obras de caridad, a costear con 13.000 pesetas el Colegio de los Padres Dominicos de Cuevas en 1892 y a financiar la primera fábrica de  luz eléctrica que hubo en la provincia de Almería.


Miguel estudió el bachillerato con notable rendimiento en el colegio financiado por su abuela y al morir María de la O, la familia se trasladó a Totana.El anhelo de buscar emociones y aprovechando que tenía  un pariente comandante de infantería lo llevaron a ingresar en el ejército como voluntario, en el regimiento de infantería de Sevilla con el que desembarcó en Melilla para defender la plaza tras el Desastre de Annual de 1921. 


Allí combatió en Casabona, en el trágico episodio del camión blindado, entrando a bayoneta en la Viña de la muerte y luego en la reconquista de Nador, Zeluán y Monte Arruit y en aquel combate cuerpo a cuerpo en Taxuda, donde el balín de una granada le hirió en el rostro. 


Fue repatriado a Cartagena en un recibimiento entusiasta, fue ascendido a sargento y destinado al Batallón de Instrucción de Madrid. Pero una Real Orden le quitó los derechos adquiridos en la Academia y decidió matricularse en medicina, alentado por su amigo José Alix que le prestó los libros y pasando a ser alumno aventajado de Juan Negrín.


Así fue como este pinturero almeriense se convirtió en uno de los más respetados guardias madrileños  mientras estudiaba fisiología con el que iba a ser en unos años presidente de la II República Española.



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