La palabra ‘no’, apenas aparece en su vocabulario. No contempla la negatividad ni está en contra de nada. No pretende cambiar el mundo ni convencer a nadie. No cree en las doctrinas ni en las verdades rotundas. Sólo es un revolucionario del alma, un buscador de amor, un espíritu libre y generoso que no era feliz en esa tela de araña que se convierte la vida cuando se mueve por rutinas y por exigencias económicas.
Abel Aparicio es un tipo diferente. Sus pensamientos se alejan tanto de nuestros pequeños problemas diarios que parece como si viniera de otro mundo. Su mirada es sincera, tal vez como debió de ser la mirada del primer hombre que contempló el vuelo de un pájaro o el primer atardecer de la historia en una playa desierta cuando aún no existían las palabras.
Lleva en sus labios una sonrisa que no cesa. No es un gesto forzado, ni un gancho para gustar, es la expresión de la felicidad interior que le brota del alma como una fuente interminable. Es una de esas personas que tienen el don de transmitir una sensación de paz reconfortante cada vez que habla, cada vez que mueve las manos, cada vez que provoca un silencio. A su lado los ruidos se calman y los relojes caminan con ese desahogo con el que ahora él se toma la vida. El tiempo es algo insignificante cuando se vive en un estado de paz interior donde el estrés y el miedo, tan presentes en nuestro calendario diario, tienen la batalla perdida.
Esa paz, esa felicidad, ese amor que transmite, no le cayó del cielo, ni fue una herencia con la que vino al mundo. Forma parte de un camino buscado, andado, sufrido. Abel Aparicio llegó a ser un triunfador, un joven que al terminar la carrera de Magisterio se presentó a las oposiciones y con un ‘abracadabra’ dejó a los profesores con la boca abierta. En un alarde de ingenio sacó el número uno de Almería y el dos de Andalucía, un puesto que le puso el trabajo en bandeja. Lo tenía todo: un buen oficio, un buen sueldo, un buen coche y juventud. Pero tras cuatro años de maestro empezó a dudar, a sentir que tenía todo lo que cualquier otro pudiera desear, pero le faltaba lo más importante, sentirse feliz. Al cuarto año de estar ejerciendo como maestro decidió irse al circo Italiano para enseñar a los hijos de los artistas. Se había cansado de la rutina del aula y los horarios rígidos; no se encontraba en paz rellenando papeles ni perdiendo el tiempo en los claustros de profesores. Por eso se marchó con aquellos titiriteros, persiguiendo la libertad que la escuela convencional le negaba. Pero tampoco encontró su camino con los niños del circo. Quería ser libre de verdad, sin paréntesis, sin obligaciones. “Cuando yo era niño recuerdo que si me preguntaban lo que yo quería ser de mayor siempre contestaba que maestro. No era porque tuviera una vocación especial sino porque ya sentía que quería ser feliz y quería trabajar en aquella profesión en la que pudiera disfrutar de más tiempo de vacaciones, por eso quería ser maestro”, explica Abel.
Pero esas aspiraciones se esfumaron cuando después de cinco años ejerciendo seguía sin tener la felicidad que necesitaba. “Siendo maestro entendí que no sólo quería ser feliz en vacaciones, yo quería ser feliz todo el tiempo, cada minuto de mi vida”, me cuenta. Por eso en el sexto año de profesión, cuando estaba en un pueblo de Cádiz, decidió romper con todo, pedir una excedencia definitiva y huir sin ningún equipaje, embarcarse en la aventura de la vida contemplativa, perderse en un pueblo de la Alpujarra de Granada para vivir en comunidad con nueve amigos. “Allí no llegué a ser feliz del todo porque descubrí que convivíamos sin abrirnos el corazón, tal vez por miedo a que los otros descubrieran como éramos cada uno de verdad”, asegura.
De nuevo recogió sus capas y se marchó en solitario en busca de la felicidad. Alguien le había hablado de un panadero que habitaba una casa solitaria en lo más alto de la sierra de Capileira. Podía ser un buen refugio. Allí se presentó y le propuso al inquilino que lo dejara compartir la casa. Aceptó a cambio de que Abel se encargara de ir todos los días a por la leña que necesitaba el horno. Fue el paso más importante de su vida. En la soledad del monte fue conociéndose, hurgando en su interior hasta alcanzar ese estado de paz que tanto anhelaba. “La soledad me ha ayudado a saber lo que realmente soy. Soy una parte de un solo cuerpo que es la humanidad. Estoy movido por una luz que se puede llamar Dios y que me ha servido para desidentificarme de ese personaje que todos nos creemos que somos. Siento que soy amor, y que todos los seres lo son aunque se les haya olvidado”.
Abel vive en esa paz interior que solo es posible cuando no existe el miedo. “No estoy en contra de nada. No genero negatividad. No discuto nunca con nadie. No hay dramas, procuro quedarme igual ante las adversidades. Así te liberas y comienzas a ser feliz”, me dice.
En esta estado de conciencia, recomienda dejarse llevar, no oponer resistencia a lo que viene dado. “La vida es la que ella decide, no somos nosotros. Yo puedo tener la intención de tener un coche nuevo, pero es la vida la que propone. Si ella me lo ofrece fluido tendré ese coche”.
Tampoco le asusta la enfermedad ni tiene miedo a la muerte. “Entiendo la muerte como una liberación en la que se llega a un estado absoluto de paz, como cuando te quedas mirando un rio y te olvidas de todo lo que sucede alrededor. Y si acaso llega una enfermedad, hay que afrontarla como una oportunidad para despertar a lo que realmente soy: amor”.
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