Tan importante como el Santo que se sacaba en procesión o como la Virgen que repartía sus favores entre las promesas de sus feligreses, era el cohetero. El hombre que manejaba la pólvora era esperado como un Dios en todas los pueblos y barrios porque sin él, no se celebraba la fiesta. A veces se retrasaba y cundía la impaciencia entre los vecinos, hasta que por fin, alguien lo divisaba a lo lejos y gritaba: “Ya viene el cohetero”.
En Almería el cohetero despertaba a la ciudad en los amaneceres del 26 de diciembre, cuando en medio del silencio el cielo retumbaba con los chupinazos que anunciaban la hora del Pendón. El cohetero iluminaba el cielo de colores y dibujos fantásticos en aquellas noches de feria cuando los vecinos miraban hacia el Cerro de San Cristóbal para asistir al espectáculo del castillo de fuegos artificiales; y en el último día, el cohetero era el encargado de preparar la traca, el desaparecido toro de fuego que se quemaba en la Puerta de Purchena.
Si la figura del cohetero era importante en la capital, en los pueblos se hacía imprescindible. Las noches de fiesta en todas las villas del río Andarax y el río Nacimiento, a lo largo de setenta años, se gestaron en las manos de un hombre, José Antonio Blanes, que se pasó toda su vida trabajando para que otros se divirtieran. “Yo también disfrutaba porque me gustaba mi oficio y porque era una enorme satisfacción obtener como recompensa los aplausos de la gente cuando los fuegos artificiales eran capaz de emocionarnos”, recuerda el veterano pirotécnico.
Después de seis años jubilado, el eterno cohetero sigue echando de menos el oficio, aquellas aventuras en burro buscando las fiestas de los pueblos, el olor de la pólvora, la alegría de la gente. Todavía se emociona cuando alguien lo para por la calle y lo reconoce, o cuando empieza a contar la larga historia de su familia, cuna de maestros de la pirotécnica. Su relación con la pólvora tiene vínculos genéticos. Era todavía un niño cuando al terminar la guerra empezó a acompañar a su padre por los pueblos de la comarca para montar los castillos de fuegos. Eran años de necesidad y a veces tenía que abandonar la escuela durante días para echarse a los caminos buscando las fiestas de los pueblos. No había una alegría mayor para el niño que dejar las aburridas explicaciones del maestro y las tareas para acompañar a su padre en una nueva aventura.
Así fue aprendiendo el oficio sin darse cuenta, como un juego, como una vocación silenciosa que ya traía desde la cuna. Su abuelo paterno, Tomás Blanes Herrada, llegó a ser el pirotécnico del Valle del Andarax desde la última década del siglo diecinueve. Él fue quien le transmitió todos los secretos de la profesión a sus sucesores, creando una saga de coheteros que se alargó durante tres generaciones.
Tanto en sus comienzos como en la época de su abuelo y de su padre, la presencia del cohetero era la primera señal de que un pueblo estaba en fiestas. Antes de que llegaran las primeras atracciones, que entonces no iban más allá de un modesto Tío Vivo, una tómbola con premios pobres y un puesto de churros y golosinas, aparecía el técnico de la pólvora que era idolatrado por la chiquillería del lugar como si fuera un héroe. Los pirotécnicos guardaban el secreto de convertir un poco de pólvora en un juego de fantasía y su presencia garantizaba el éxito de las fiestas.
José Antonio Blanes recuerda la dureza de una profesión donde todo había que hacerlo a mano, cuando la pólvora había que fabricarla en un mortero y había que ir creando las mechas y los cartuchos para las detonaciones de forma artesana. Se necesitaban horas e incluso días para preparar y montar un castillo.
Su familia eran los pirotécnicos que recorrían todos los pueblos del Valle del Andarax, la zona de Sierra Nevada, Sierra de Gádor y los Filabres. Todos los años, por San Marcos, se desplazaban hasta una pequeña barriada de Nacimiento llamada Gilma, que coronaba una de las cimas de la sierra de los Filabres. Echaban un día de viaje para poder llegar, en una época en la que los caminos eran senderos, a veces tan estrechos que tenían que ir detrás de la mula para poder atravesarlos. Los desplazamientos se hacían con caballerías y aunque en ningún lugar sobraba el dinero, cualquier aldea, por pobre que fuera, hacía un esfuerzo cuando llegaban las fiestas del Patrón para que no faltara el castillo de fuegos artificiales ni las tandas de cohetes.
Al morir su padre, José Antonio heredó ‘Pirotecnia Blanes’, convirtiéndose en el personaje más célebre del Andarax, una profesión a la que le dedicó toda su vida hasta que cumplió 83 años de edad y tuvo que jubilarse, dejando una huella inolvidable.
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