El estado de sus plazas es un buen termómetro para valorar la urbanidad de una ciudad, mucho más cuando sus gentes están habituadas a convivir en las calles. Almería ha sido siempre una ciudad de plazas recoletas destinadas a la convivencia y al recogimiento, plazas donde íbamos a jugar de niños mientras nuestras madres se contaban sus vidas sentadas en un banco a la sombra de un árbol.
La realidad nos cuenta hoy que Almería es un mal ejemplo en plazas malogradas que bien por la desidia o bien por el abandono se han convertido en espacios carentes de personalidad y en algunos casos, en solares o zonas de aparcamiento de coches.
El éxito de algunas actuaciones municipales en los últimos años, como el conseguido con la última remodelación de la Plaza de San Pedro, convertida hoy en un santuario infantil, contrasta con los fracasos en otras plazas del casco histórico que sobreviven a duras penas sin ningún peso en la vida de la ciudad. Un claro ejemplo de esta derrota urbanística lo encontramos en la Plaza de Careaga, a menos de cien metros de la Catedral y a la misma distancia de esa gran ruta de la tapa en la que se han convertido la calle Real y su prolongación en la de Jovellanos.
En ese contexto de auge y expansión, de vida en la calle, la Plaza de Careaga se asoma a la ciudad con tantas heridas que parece imposible recuperarla. Desde hace más de diez años enseña a todos sus visitantes un solar que se quedó varado durante la crisis que se ha convertido en una jardín silvestre. Cuando la maleza se levanta del suelo más un metro y medio y el abandono hiere la vista, el Ayuntamiento le llama la atención a los propietarios del solar para que lo maquillen, pero unos meses después el problema vuelve a repetirse.
Además, la citada plaza se ha consolidado como el evacuatorio ‘oficial’ de todos los vecinos del barrio que tienen perro y en un refugio a prueba de municipales en las noches de los fines de semana, cuando grupos de jóvenes se reunen en sus bancos para organizar su botellón. Es verdad que las ordenanzas prohíben tanto los excrementos como los orines de los perros en espacios públicos así como la organización de botellones, pero nadie las hace cumplir. Basta con echarle un vistazo a la espléndida bola de luz que instalaron en el centro de la plaza para entender el grado de abandono del lugar.
Otra plaza que perdieron los vecinos fue la de la Catedral, que con la última reforma se llevó por delante los jardines y los bancos que congregaban a decenas de visitantes en las tardes de verano. Hoy es un espacio abierto sembrado de palmeras que han aprovechado los muchachos del barrio para convertir sus losas en un permanente campo de fútbol.
Una suerte parecida corrió la Plaza de Bendicho, que aunque mantiene sus espacios verdes bien cuidados, se quedó sin asientos y por lo tanto, sin vida. Se dijo en su día que los bancos se quitaban para evitar el temido botellón juvenil que había tomado la plaza, cuando una solución más lógica hubiera sido poner más vigilancia y algo tan sencillo y tan indispensable como obligar a que se cumplan las leyes.
En esta lista de plazas malogradas también se puede incluir la histórica Plaza del Pino, paralela a la fachada del Hospital, que hace años que dejó de merecer el nombre de plaza, aunque se mantega en pie el árbol centenario que le dio la vida. Hoy es el aparcamiento de los vecinos de la zona, un espacio agobiante e intransitable.
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