La panadera de la calle Alborán

En 1968, Antonia Gallego abrió una panadería entre la Almedina y la calle Pedro Jover

Antonia Gallego tuvo siete hijos y ahora está rodeada además por sus diecisiete nietos y sus nueve biznietos.
Antonia Gallego tuvo siete hijos y ahora está rodeada además por sus diecisiete nietos y sus nueve biznietos.
Eduardo D. Vicente
01:00 • 07 feb. 2018

En sus años de apogeo, cuando su panadería era el faro que iluminaba los amaneceres del barrio, no había nadie entre la Almedina y el Parque que no conociera a la señora Antonia. En sus tiempos de esplendor el negocio fue creciendo tanto que de un despacho de pan acabó siendo panadería, refresquería, mercería y droguería, un adelanto en los años setenta de los supermercados que vinieron después.




Antonia Gallego llegó a Almería en 1963 de la mano de su marido, Antonio Morales, un marinero almeriense que había trabajado durante años en Ceuta, donde contrajeron matrimonio. Cuando regresaron a su tierra encontraron una casa entre la Almedina y la calle de Pedro Jover, un escenario que en aquel tiempo pertenecía al paraje conocido como huerta de San Juan. No había calle, y sí un pasadizo de senderos con tres casas. En una se instaló Antonia y su familia, en otra vivía un contramaestre del barco de Melilla y en la tercera vivienda estaba la escuela de doña Trina. 




En 1965 apareció por el barrio un promotor con una cartera debajo del brazo y un proyecto que contemplaba la transformación de aquel último reducto de huertas en una calle moderna urbanizada y sembrada de nuevos edificios. El constructor se reunió con Antonia y su marido y le ofreció quedarse con su vieja vivienda a cambio de un piso nuevo y un local, por el módico precio de veinte mil duros. Cuando el empresario se hizo con las tres viviendas y los huertos colindantes, que eran propiedad de doña Encarnación López Burgos, la propietaria de la célebre bodega ‘En la esquina te espero’, comenzó la gran obra de convertir la zona en un gran barrio. Así nació la calle de Alborán y sus alrededores, que a finales de 1967 era ya una manzana poblada por cientos de familias jóvenes que habían ido llenando los nuevos bloques de edificios.




Antonia Gallego, que era una mujer que llevaba el negocio metido en las venas, vio la oportunidad de aprovechar la eclosión de aquel barrio recién estrenado donde la tienda más cercana era la de Frasquito, que estaba en el Parque. En 1968, en el local que le había correspondido en el intercambio con el constructor, montó un pequeño negocio con un despacho de pan, unos tarros llenos de caramelos para los niños y un bidón con agua de Araoz. Inició el camino sin dinero, pero a fuerza de trabajo y sacrificio, fue progresando. 




La tienda se hizo con un nombre, con un prestigio y con una clientela fiel. Viendo que podía seguir creciendo, que tenía en sus manos la oportunidad de abrir un gran comercio que le diera de comer a sus siete hijos, su dueña se embarcó en la aventura de quedarse con un local más amplio que había en la acera de enfrente. Pagó trescientas mil pesetas por él y compró fiado un frigorífico moderno.




La apuesta no tardó en darle un buen resultado. Eran buenos tiempos, cuando la gente lo compraba todo en las tiendas de barrio, donde la familiaridad y la confianza hacían posible poder retirar el género sin pagarlo. Antonia vendía mucho ‘fiao’, sobre todo a las numerosas familias de pescadores que poblaban la zona, que iban acumulando una cuenta suculenta hasta que los maridos llegaban de la mar con la paga en el bolsillo para saldar las deudas acumuladas a lo largo del mes.




La panadería guiaba la vida del barrio. Antonia se levantaba a las seis de la mañana para recibir el primer cargamento de pan, el que utilizaba para los bocadillos que se llevaban los albañiles, que eran sus primeros clientes.




La panadería, donde vendía también todo tipo de chucherías, agua, y hasta aspirinas, cerraba un rato para almuerzo con la persiana medio bajada por si llegaba algún cliente rezagado y había que atenderlo. Unos minutos antes de las nueve pasaban los niños del barrio con las carteras en la mano para llevarse algún dulce para la hora del recreo. En los primeros años setenta empezaron a ponerse de moda los pastelitos industriales, aquellos dulces de la marca Cropan que fueron el desayuno de una generación de escolares.


La panadería seguía creciendo, rodeada de grandes edificios y de familias numerosas. Llegó a poner hasta una mercería que era también droguería para que no se le fuera ningún cliente. Cuánta gente pasaba a diario por aquella tienda. En la semana de Feria el trabajo se multiplicaba. Era la época en la que el grueso de las atracciones estaba en el Parque y en el puerto y casi todos los feriantes hacían una escapada para pasar por la panadería de Antonia. Ella ya sabía que en Feria tenía que tomar una canasta más de pan para los bocadillos de los feriantes, que en la misma acera almorzaban acompañados de una cerveza.


La panadería de Antonia Morales ya forma parte de la historia de un barrio porque con ella se forjó su urbanización. La tendera estuvo al pie del mostrador hasta que en 1994 le llegó el momento de jubilarse. En su local se instaló una carnicería que hoy se ha convertido también en referencia de aquel distrito.



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