Esa mañana de junio de 1929 en la que el gobernador Carlos Palanca se había anudado su mejor pajarita, la ciudad portuaria que latía entre pámpanos de uva y tinglados de esparto se fue llenando del acento empalagoso de más de un centenar de marinos italianos. Acababa de ganar las elecciones en la Italia de Victor Manuel, con el Partido Nacional Fascista, un periodista boloñés llamado Benito Mussolini, quien rápidamente comulgó con la España del Directorio de Primo de Rivera. Andaba, por eso, el mandamás almeriense agitado ante la llegada de una escuadra transalpina a las tranquilas aguas de la bahía almeriense en esos tiempos turbios de entre guerras en los que se agrandaba la aureola del Duce en toda Europa.
Palanca, junto a Adelchi Garzolini, cónsul italiano en Almería, cumplimentaron a la expedición italiana, comandada por el capitán Mario Falangola, nada más tocar puerto. Estaba formada la escuadrilla de guerra, que tanto revuelo levantó en la ciudad en esos días, por el buque explorador Tigre, que fondeó frente al balneario Diana lanzando salvas de ordenanza, el buque-escuela Pagano, el Aquilone que ancló en el andén de Levante, junto a la escala de prácticos y los buques Ancona y Bari, que llenaron los tanques de combustible en el depósito de la Campsa. Acompañaban a la expedición que venía procedente de Gibraltar, “en misiones estratégicas”, decía el acta municipal, ocho cazatorpederos artillados con siete cañones de 149 milímetros y 139 metros de eslora. Estaban considerados como la joya de la corona de la regia Marina de Guerra italiana, que, apenas siete años después, auxiliaron al bando de los sublevados en la Guerra Civil española mediante el transporte de tropas voluntarias.
La marinería italiana se encontró con un ambiente de ciudad sureña que hacía la vida en la calle, cuando por las noches oficialidad y tripulación recorrieron tabernas y bodegas cercanas al Paseo de coches y al Malecón como el bar Miramar o la bodega de Carmelo Briñón, donde tomaban vinos y platos de pescado.
Los oficiales del Aquilone, uno de los buques visitantes, ofrecieron a las autoridades almerienses un té de gala a bordo. La charanga del Regimiento de la Corona amenizó la fiesta y hubo pastas, helados y licores, según las gacetillas de la época.
Asistieron “a la simpática reunión dada por los galantes marinos italianos las bellas señoritas de Spottorno, Cánovas, Hernández, Fischer y Garzolini, junto a los señores Ulibarri, Acosta, Hidalgo, Fischer, Madariaga, Ferrera y Lussnigg”. La velada finalizó horas más tarde con un baile de gala en el casino.
Hubo noviazgos espontáneos en esos días entre marinos italianos y muchachas almerienses, historias de celos que rompieron relaciones consolidadas, como cuando se revolucionaba la vida de la ciudad décadas más tarde con la llegada de galanes y actrices de renombre para el rodaje de una película.
Entre cómico y tragicómico, por razones de protocolo, fue el banquete que el Ayuntamiento, con su alcalde en funciones a la cabeza Andrés Cassinello Barroeta, ofreció a los almirantes y capitanes de Mussolini. Se anunció en la invitación que habría que ir vestido de etiqueta y los ediles y oficiales que no cumplieron con la condición se quedaron en la puerta, bajo el balcón engalanado de gallardetes para la ocasión, armándose un pequeño alboroto con las lenguas de Cervantes y de Leopardi entremezcladas y la intervención de los guardias municipales.
La cena de gala en el salón consistorial, con las banderas de Italia y España presidiendo, estuvo servida por camareros con librea del Hotel Simón y la banda municipal interpretó los himnos de Italia y España. Al descorchar el champán, el alcalde y el capitán Falangola brindaron por los gobiernos de Mussolini y Primo de Rivera. Los marinos italianos visitaron también la Alcazaba, obsequiados por el capitán de ingenieros Antonio Fernández Hidalgo, y la Catedral, atendidos por el obispo Vicente Casanova. Y así estuvieron a cuerpo de rey los componentes de esa flotilla en Almería, hasta que zarparon de madrugada dirección a Málaga, Cádiz y Lisboa.
Por si fuera poco, el empacho italiano se prolongó al mes de julio de 1929, quince días después, con la llegada de una segunda escuadra dirigida por el almirante Giuseppe Cantú, compuesta por el buque explorador Cuarto y otros ocho cazatorpederos, una flotilla que venía de colaborar en el rescate en las Azores del aviador Ramón Franco, hermano del que se hizo llamar Caudillo años después, y se volvieron a repetir, agasajos y y lisonjas en una Almería que no por eso dejaba de ser una ciudad comida por la miseria.
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