Hacerse una fotografía era un acontecimiento extraordinario que en muchos casos solo sucedía en días tan especiales como el de la Primera Comunión o el de la boda.
A diferencia de lo que ocurre hoy día, que las fotografías se han banalizado y nos pasamos la vida tirándonos fotos de manera compulsiva con el móvil, hasta hace cincuenta años ser fotografiado era algo tan excepcional que nos poníamos delante de una cámara y no sabíamos qué postura ni qué gesto adoptar y lo hacíamos con nuestras mejores ropas y recién peinados, como si fuéramos a la fiesta de nuestra vida.
Hoy, necesitaríamos vivir varias vidas más para poder ver algún día las montañas de fotos que vamos acumulando en los discos duros de nuestros aparatos. Cualquier acto, desde un recital de música hasta una visita a una iglesia o un inocente paseo por la Rambla, se deja de disfrutar en vivo con tal de fotografiar cada instante, sin que nadie se detenga a pensar que seguramente todas esas fotos que se van archivando no las volveremos a ver nunca.
Las fotografías de nuestros padres y las de nuestra infancia eran tan especiales, tan extraordinarias, tan sagradas, que las guardábamos como si fueran auténticos tesoros y después se iban heredando de generación en generación encerradas en latas de carne de membrillo.
Recuerdo la foto de la Primera Comunión que mi madre custodiaba como si fuera de oro y cada vez que llegaba una visita a mi casa, alguna tía, o alguna amiga de la familia, se la enseñaba como si no hubiera otra en todo el planeta. Las fotos de comunión eran de estudio, hechas por un profesional. La mía era de Luis Guerry, considerado entonces como el gran artista del retrato y de las sombras.
En los años cincuenta, las fotos de estudio convivían con las fotografías espontáneas que el retratista ambulante iba haciendo por la calle. Aquellos retratos no tenían la solemnidad de las fotografías de estudio, donde los personajes posaban como si fueran estrellas de cine sobre un escenario con decorado. No tenían tampoco la precisión de las fotos profesionales ni esa sensación de artificio que dejaban las caras retocadas y la mezcla perfecta de las luces con las sombras.
Las fotos ‘al paso’ eran el género chico de la fotografía, retratos hechos al abordaje en los que el modesto artista ‘asaltaba’ a la gente por la calle apretando el gatillo sin avisar. Frecuentaban los sitios más concurridos de la ciudad: la Puerta de Purchena y el Paseo en los días de diario, y el Puerto y el Parque en las mañanas de domingo. El artista aparecía entre la multitud con su cámara colgada sobre el cuello y escogía a sus clientes con una sonrisa en la boca y pronunciando las palabras mágicas: “el pajarito, el pajarito’, y había quien pasaba de largo esquivando la instantánea, y había quien se dejaba fotografiar alegremente mirando al pajarito.
Aquellos humildes fotógrafos ‘al paso’ recogieron como nadie la atmósfera de una época. Sus fotos tenían la espontaneidad que les faltaba a los retratos de estudio y esa carga de inocencia que llevaba encima la gente sencilla que se pasaba la vida en la calle.
Uno de los documentos más expresivos de la Almería de la posguerra está en cada una de esas pequeñas fotografías personales que las familias fueron guardando como tesoros. En las fotos ‘al paso’ la gente no tenía tiempo de posar, ni de retocarse el pelo, ni de cambiarse de ropa. La muchacha pobre mostraba su pobreza con una dignidad aplastante y su abrigo, que seguramente había atravesado ya por un par de generaciones de cuerpos femeninos, lucía con la misma frescura que si fuera de estreno.
En las fotos ‘al paso’ estaban los mozos que bajaban del campamento de Viator arrastrando todavía esa estampa de militares antiguos que tenían los soldados de la posguerra. Las niñas recién salidas del colegio que con los libros bajo el brazo aprovechaban los ratos libres para subir y bajar el Paseo, los grupo de amigos que frecuentaban los lugares más concurridos del centro para cruzarse con las muchachas solteras.
En las fotos ‘al paso’ estaba también la ropa limpia de los domingos, los primeros tacones de las adolescentes y sus primeros gestos de mujer retocados con pintura de labios; las caras de sorpresa de las familias que llegaban de los pueblos en la camioneta y lo primero que se encontraban al pisar la ciudad era la máquina impertinente del retratista; los gestos de asombro de los niños que no sabían sin reír o si llorar al ver a aquel inoportuno personaje que los agobiaba con la luz del flash.
Las fotos ‘al paso’ fueron el pan diario de tantos retratistas improvisados que driblaron el hambre de una época gracias a la generosidad y a la inocencia de la gente, que siempre acababa posando.
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