Se llamaba Antonio Quesada Gallurt y sus manos toscas dieron aliento de yeso y piedra a varias de las casas y cortijos más señoriales de Almería. No ha pasado a la historia, este maestro de obras de la ciudad, porque su papel era vicario, el de un actor de reparto, frente al brillo de los protagonistas: los López Rull, Langle o Antonino Zobarán, los arquitectos que diseñaban, en la ciudad o en la vega, esos majestuosos edificios -ya en peligro de extinción como los tigres de Sumatra- que él fue viendo brotar desde los cimientos, interpretando los planos de los agrimensores, siguiendo las indicaciones de los peritos.
Ahí está, casi un siglo después, todo ese andamiaje de fachadas silenciosas, de ménsulas y gárgolas neoclásicas flotando en el Paseo de Almería, en esa inmemorial sala de estar de los almerienses; ahí están, luciendo aún, algunos de esos edificios deliciosos de los tiempos de la uva y de las minas en los que el Maestro Quesada y sus albañiles tuvieron que emplearse a fondo traduciendo el deseo de sus promotores y de los arquitectos: afianzando una repisa de mármol, procurando la equidistancia de angelotes bruñidos en escayola, adornando con gusto los ventanales, intercalando molduras y resaltos hasta el delirio, para que aquel ingenio fuera digno de quedar detenido en el tiempo.
No ha pasado a la historia su nombre, ni su fotografía, pero Antonio Quesada Gallurt (1874-1946) fue uno de los hombres de más confianza de esos arquitectos nombrados: donde el proyectista ponía la firma, Antonio ponía los brazos; donde el urbanista marcaba líneas y volúmenes con el lápiz, el alarife prestaba el cemento y la arena.Gozó de gran prestigio en su época por la gracia en sus acabados, construyó su primera casa con apenas veinte años y a los veinticinco ya mandaba un tajo de una docena de albañiles.
A lo largo de su actividad alternó la cimentación de edificios con la contrata de obras públicas como la rehabilitación del matadero en 1905, la apertura de pozos ciegos en muchas casas de la ciudad para la evacuación de las aguas negras , reparaciones en el andén de costa, línea de viviendas en la calle Cucarro, remontes en la calle Calvario y calle Emir, sustitución de desagües y todos lo que implicara alguna reforma en el paisaje de la ciudad.
El maestro Quesada tenía su vivienda en la calle Ramos, 78, cerca de la Plaza de Toros, y en la calle Juan del Olmo poseía unas cuadras donde encerraba más de una docena de carros de mulos que utilizaba para sus trabajos. Cuentan sus descendientes y algunos vecinos que lo conocieron y lo vieron trabajar que era un hombre de genio, bragado a la antigua, un emprendedor de verdad que enseñó a utilizar el pico y el palustre a muchos constructores, como Luis Sierra, que protagonizaron el desarrollismo de los 50 y 60.
Llegó a tener hasta una colla de 200 peones trabajando para él en distintas obras por la ciudad y fue un hábil innovador en la colocación de andamios artesanales a base de maderas, cuerdas y sogas. Para las tareas de cobro, sin embargo, delegaba en su esposa, Luisa Roldán Bretones: el paisaje se repetía todos los sábados en la calle Ramos, cuando una fila de peones aguardaba a que saliera la mujer con el bolsillo del delantal lleno de monedas y les pagara a cada uno lo suyo.
Está documentado en la Revista La Ilustración Universal y confirmado por sus nietos, comerciantes de negocios textiles como Camisería Toledo, que el maestro Quesada fue el albañil que empleó el exportador danés Herman Fischer para construir, a principios del siglo pasado, esa casa de ensueño que fue y es Villa Cecilia, en el Cerro de Las Cruces, hoy sede del Instituto Andaluz de la Mujer.
No se conoce quién fue el arquitecto de esa ensoñadora mansión dedicada a la esposa muerta, pero sí que los muros recios y sus torres y sus suntuosas escaleras fueron ejecutadas por Antonio Quesada y que en los capiteles, con ayuda de especialistas, fue esculpiendo el rostro de Cecile Winslow, el amor de su vida, que aún permanecen.
El trabajo de fábrica del edificio promovido por el banquero Salvador Romero, en 1921, en el Paseo del Príncipe, 10, también es de su autoría. Es la manzana que aún permanece con los mismos adornos neoclásicos entre la calle Tenor Iribarne y Concepción Arenal, obra del arquitecto Enrique López Rull. Salvador Romero Molina y su hermano Diego regentaban una casa de cambio y bolsa, donde operaban y cambiaban moneda, compraban cheques y representaban al Banco Hipotecario de España y a La Unión y el Fénix. Los hermanos Romero empezaron a operar con un local en la calle de Las Tiendas, pero pronto se trasladaron al Paseo y tenían entre sus empleados a Bartolomé Madueño Agudo. Salvador Romero, casado con María Balmas -hija del comerciante de origen catalán Miguel Balmas- falleció en 1927 y su hijo, José Romero Balmas, continuó con sus negocios.
Había heredado de su suegro un cortijo que llamaban La Torre en la zona de Los Molinos de Viento y decidió trasladarse allí con su esposa Josefina Sánchez, hija del que fue alcalde de Almería, José Sánchez Entrena.Ampliaron en 1932 esa primitiva casona decimonónica para irse a vivir allí y encargaron el proyecto al arquitecto Antonino Zobarán Manene, quien puso al maestro Quesada como jefe de obras. Hoy, esa bucólica morada es la Casa del Cine.
En los bajos del edificio de Romero en el Paseo estuvo ubicado el célebre Café Suizo y la oficina bancaria del dueño. Hoy día están ocupados por Calzados Plaza Suizos, Perfumería Julia, Cafetería Coimbra, una farmacia y la Joyería Tous.
Quesada fue también el albañil contratado por Antonio González Egea para la Casa Vasca, diseñada en 1928 por Guillermo Langle, y edificó otras viviendas como la del médico José Cordero, la de doña Soledad García Algarra, el Hotel Simón, la Casa de Ramón López, comerciante de El Arca de Noé, el chalet de doña María Rodríguez, en Los Molinos, el pabellón militar de la calle Ramos y el edificio de doña Isabel Puertas.
Falleció con 72 años de gangrena, este almeriense brioso, cuando intentaba enseñar a un empleado a utilizar el marro, con tan mala suerte que se le escapó de las manos y se hirió en la pierna
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