Me gustaba la calle porque siendo hermana del Paseo tenía una personalidad propia. El Paseo era la avenida oficial de los grandes comercios, donde estaban los mejores escaparates y los grandes cafés. La calle Obispo Orberá era como una gran pasarela llena de mercaderes y de gentes de todo tipo buscando el negocio. El trapicheo y el comercio tradicional se mezclaban en medio de un alboroto de zoco antiguo. El Paseo era más previsible, más repetido, más pulcro; la calle Obispo Orberá tenía un carácter mundano, abierto a cualquier negocio. Lo mismo te encontrabas con los tramposos del cubilete y la bolita buscando algún primo para sacarle los cuartos que con la mujer de las zambombas que instalaba su puesto en la misma acera esperando el milagro de la Navidad.
La calle Obispo Orberá fue siempre una calle mañanera, de negocios madrugadores, contagiada por la vida del Mercado Central donde todo sucedía en pocas horas y con prisas. Aunque estaba pegada al Paseo y a la Puerta de Purchena, tenía su propia vida, un ritmo diferente de negocios distintos. Allí anidaban a diario los cocheros, que durante más de medio siglo tuvieron junto al bordillo de la acera derecha su parada oficial desde que en el mes de abril de 1911 la comisión de carruajes del Ayuntamiento suprimió la parada de coches de caballos que existía en la Puerta de Purchena, que tantos quebraderos de cabeza daba a los gobernantes por las continuas protestas de los vecinos y de los comerciantes de la zona. El acuerdo fue unánime y la decisión final fue llevarse los coches a la calle del Obispo Orberá.
Desde entonces, los cocheros de Obispo Orberá permanecieron en aquella acera llegando a convertirse en un trozo más del paisaje. Si la circunvalación de la Plaza olía a pescado y verdura, aquel primer tramo de Obispo Orberá pegado a la Puerta de Purchena llevó siempre el perfume de las boñigas de los caballos. En 1962, cuando las obras de pavimentación y ensanche de la avenida cambiaron la fisonomía de la calle el problema de los coches de caballos se acentuó, ya que al ensanchar la calzada, los coches se ubicaron más cerca de las viviendas y el olor de las boñigas se hizo insoportable para los vecinos.
Los cocheros reinaban en la esquina, conviviendo con otros negocios que ya estaban en la zona como el célebre kiosco de Palenzuela, donde vendían los frutos secos, y el kiosco de relojes de Pamar, donde también vendían plumas estilográficas y bolígrafos. Junto a los templetes estaban los comercios de toda la vida que ocupaban los pisos bajos de las viviendas. En esa acera de los cocheros estaban instalados negocios como los tejidos de la familia Robles, la casa de comidas donde paraban a almorzar la gente que venía de los pueblos, la bodega Aranda, y la alpargatería y la tienda de ultramarinos de Blanes.
En la acera de enfrente, al pasar al restaurante Imperial, estaba el gran almacén de Alemán, donde vendían los mejores aceites de oliva y las alubias más finas que venían a la ciudad. Desde la muerte de su fundador, don Antonio Alemán García, en 1932, el comercio estuvo dirigido primero por su viuda, doña María Herrada Carreño, y después por sus hijos. Más abajo estaba la pensión ‘El Sur de España’, de la familia Usero; la Casa Ortega, fundada por Antonio Campos Ortega en 1941, célebre por sus vinos de la Mancha y de Albuñol; los Muebles Rambla; la tintorería Iris, de Gabriel Rodríguez Andújar y la Bodega León, que derramaba el olor a vino por toda la avenida.
La calle Obispo Orberá contaba también con otros mercaderes, los vendedores ambulantes que rondaban entre la Plaza de San Sebastián y la puerta del Teatro Apolo. Unos iban a pie con su cargamento de relojes, de tabaco, escondido bajo las chaquetas y los abrigos, y otros ejercían el oficio en aquellos carritos pobres y destartalados con los que realizaban un comercio de subsistencia que en muchos casos ocultaba el estraperlo con el tabaco, los encendedores e incluso los preservativos. Carritos pobres con cuatro tablas y ruedas de madera o de hierro, protegidos por una pequeña marquesina de lona que los dueños reforzaban con tablones para protegerse de la lluvia y el viento. Ejercían un comercio autorizado y bajo cuerda practicaban el estraperlo de la época, basado sobre todo en el tabaco y productos que traían de Melilla: Ideales, Peninsulares, Celtas y piedras de mechero.
Los viejos carritos de madera acabaron, poco a poco, perdiendo el tren del progreso. En enero de 1963 una orden municipal los obligó a que ofrecieran una estampa limpia y decorosa con la puesta a punto del vestuario de los vendedores y las vendedoras. Sobrevivieron con dificultades hasta que en el año 1967, el Ayuntamiento decidió renovarlos por otros de un diseño más moderno que nacieron llevando en sus costados el eslogan de ‘Almería, donde el sol pasa el invierno’.
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