La muralla de Jayrán que baja desde la Alcazaba siguiendo el desnivel del barranco de la Hoya y trepa por las inclinadas rocas del cerro de San Cristóbal hasta coronarlo, nunca fue entendida como una parte importante de nuestro patrimonio. La vieja muralla del cerro y sus torreones se quedaron al margen de la ciudad, exiliados como una ruina molesta, esperando una rehabilitación ejemplar que nunca llegó.
De niños subíamos allí atravesando los laberintos del barrio de San Cristóbal sabiendo que arriba podíamos ser libres de verdad, como si en vez de trescientos metros nos hubiéramos alejado varios kilómetros de la ciudad y de la civilización. Ese abandono convirtió la muralla y sus torres en un refugio para las pandillas infantiles y a veces en la morada de pobres y vagabundos.
El deterioro es una cuestión de siglos. Ya en 1907, la prensa lo destacaba en letras mayúsculas. En abril de ese año el periódico ‘El Radical’ editó un especial escrito en español y en francés, dedicado a los excursionistas del barco ‘Ile de France’ que habían llegado al puerto para pasar un día en la ciudad. En uno de sus artículos escrito en dos idiomas, se refería a la Alcazaba y a la muralla de Jayrán en los siguientes términos: “Los señores turistas que quieran conservar una impresión agradable de su visita a Almería deben visitar la Alcazaba y ascender al castillo de San Cristóbal, no por las ruinas de la primera, en la que apenas queda nada que admirar, ni por el segundo, convertido hoy en ermita y que nada tiene de interesante sino por el panorama que desde ambos sitios se alcanza”. Con esta presentación es fácil imaginar la impresión que los turistas franceses se llevaron de Almería.
Casi treinta años después, hubo una campaña para recuperar estos monumentos y poder integrarlos en la vida de la ciudad. En el invierno de 1930, una serie de artículos en la prensa local exigían a las autoridades que adecentaran el lienzo de muralla del cerro de San Cristóbal, que ofrecía un aspecto lamentable por el deterioro que presentaba el monumento y por la aparición de varias chabolas de madera adosadas a sus muros.
Aquellos torreones sirvieron de refugio a mendigos que habitaban las habitaciones interiores y de gentes sin casa que acudieron al abrigo de la muralla para levantar sus chozas en cualquier rincón y de cualquier manera.
Ya en los años veinte, cuando el escritor inglés Gerald Brenan visitó Almería, contó en una de sus historias la sensación tenebrosa que le producía subir hasta la muralla y encontrarse con una “vieja acartonada’ que medio ciega, sobrevivía en uno de los torreones en la más absoluta indigencia. La vieja, cada vez que escuchaba acercarse a algún forastero, se asomaba a la puerta de la torre suplicando una limosna. “Cada vez que iba a Almería la visitaba, y su alta y aguda voz sonando en la torre en ruinas a la puesta del sol, mientras las nubes se teñían de púrpura, era siempre una experiencia misteriosa y macabra”, relataba Brenan.
El mismo misterio que siempre envolvió a ese trozo de muralla que a lo largo de los últimos siglos ha vivido ajeno a la ciudad, apartado de la civilización, como un trozo de historia condenado al olvido. Subir a la muralla era como salirse de la ciudad para ser espectador de ella. Ningún lugar tuvo mejores vistas, no existió nunca otra atalaya donde se pudieran dominar mejor todos los puntos cardinales de Almería, que desde lo alto de aquel lienzo de piedra desalmado.
Pero sus torreones medio derruidos, con sus almenas gastadas por la batalla del tiempo, fueron más guarida de niños y cobijo de pobres que lugar de visita para turistas y curiosos, que en contadas ocasiones se atrevían a aventurarse por aquellos senderos de piedras y chumberas a no ser que se tratara de un día señalado para rendirle cuentas al Sagrado Corazón de Jesús.
En 1932, el periódico ‘La Crónica Meridional’, denunciaba los daños continuos que sufrían los viejos muros por culpa de las cruzadas que a diario organizaban los niños de los arrabales, que jugaban a asaltar el castillo a pedradas produciendo “grandes escándalos en el barrio”.
Las escaramuzas entre grupos de muchachos eran frecuentes y a veces terminaban con varios heridos por culpa de las piedras, lo que provocó las denuncias de los afectados y la intervención del Gobernador civil, el señor Alas Argüelles, que le exigió al entonces alcalde en funciones de Almería, Santisteban Rueda, que tomara las medidas oportunas para “acabar con los actos de vandalismo que tienen atemorizadas a las familias honradas del barrio y a los peregrinos que suben a rendir cuentas ante el Corazón de Jesús”.
La historia de este rincón de Almería ha cambiado poco en los últimos cien años. Hace tiempo que los niños dejaron de guerrear por la muralla, pero el deterioro sigue presente.
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