En los barrios extremos el progreso tardó en llegar y las calles, y las casas y las formas de vida de las gentes se fueron manteniendo ancladas en las costumbres de otra época.
Esa sensación de regresar atrás, de túnel del tiempo, me invadía cada vez que cruzaba la Rambla de la Chanca de la mano de mi tía Carmen para ir a la iglesia de San Roque. En aquel laberinto de callejones y cuestas, en aquella explanada alrededor del templo, que llamaban el Llano de San Roque, la vida se multiplicaba por dos como si allí todas las familias fueran numerosas, como si todo sucediera en medio de la calle.
Era un estallido de vida recién creada, donde lo viejo y lo nuevo se mezclaban para componer una ciudad distinta. Bastaba cruzar la vieja Rambla de Maromeros para entender que estabas en otro escenario, en un tiempo estancando y a la vez en continuo movimiento.
Todavía, en aquellos últimos años sesenta, el barrio mantenía su antigua estructura de calles muy estrechas y de cuestas sin asfaltar donde la tierra reinaba a sus anchas y donde después de un chaparrón las calles se llenaban de barro y de charcos. El agua bajaba por las corrientes que se formaban en los cerros próximos buscando el desahogo de la calle de Cordoneros que iba a desembocar a la Carretera de Málaga y al muelle. En aquella época a la vieja manzana de la iglesia todavía no habían llegado los grandes pisos modernos que no tardaron en cambiarle el alma al barrio.
Los edificios más modernos seguían siendo los bloques de viviendas sociales que en los años de la posguerra fueron construyendo en el entorno de San Roque. Cuatro grandes bloques de tres y cuatro plantas que contrastaban entonces con las casas bajas que reinaban en todas las calles del Llano. Se levantaron en unos terrenos cedidos por el Ayuntamiento a Regiones Devastadas para paliar la escasez de viviendas y la precariedad en la que vivían muchas familias de pescadores. Aquellas viviendas eran un lujo comparadas con las humildes casas del barrio. Tenían tres dormitorios, un salón con cocina y hasta un cuarto de baño con ducha incluida, todo un adelanto entonces.
Cuando los primeros bloques estuvieron terminados, las autoridades hicieron propaganda en la prensa, alabando el trabajo que estaban haciendo para sacar a la ciudad de la pobreza. Refiriéndose a las viviendas del entorno de la iglesia de San Roque esa propaganda destacaba que: “las habitaciones son amplias, risueñas y en ellas las humildes familias pescadoras vivirán una vida sana como seres humanos”.
Como ocurrió en tantos barrios de la ciudad, el Llano de San Roque y toda la zona de Pescadería se fue transformando en pocos años y en los primeros setenta ya se parecía poco al viejo arrabal de la década anterior. La fiebre de los pisos modernos se extendió como la pólvora, así como la reforma de casas al libre albedrío de sus moradores. Las rehabilitaciones, en muchas calles, se hicieron sin seguir ningún patrón, sin atender a ningún criterio urbanístico, provocando un caos estético que se fue acentuando con el paso de los años y con la llegada de nuevas construcciones.
De niño me gustaba internarme por las cuestas de la Chanca y de San Roque y acercarme a ese templo de la modernidad de la época que era la Plaza de Moscú y el kiosco de Ferrer. Los niños del colegio que vivían en el barrio me contaban que eran lugares de reuniones, donde se hablaba de política cuando estaba prohibido y donde se tejieron algunas de aquellas revoluciones que los jóvenes de izquierdas pusieron en marcha en el barrio.
Todo iba cambiando en el entorno del viejo Llano de San Roque, hasta la iglesia, que poco se parecía ya al templo primitivo que fue levantado a finales del siglo diecinueve gracias a la donación de un amplio solar por parte de la familia Llorca.
La historia de la iglesia, y también la del Llano, estuvo muy ligada a esta saga de marineros y emprendedores que decidió establecerse en Almería. Uno de los terrenos que la familia Llorca tenía junto a su casa de la calle Corbeta lo donaron a la iglesia para la construcción de una nueva ermita para venerar la imagen de San Roque. Fue una iniciativa de doña Vicenta Busques Terol, que en una reunión con el Obispo don Santos Zárate y Martínez le prometió un trozo de terreno al obispado para la construcción del templo, con la condición de que en una parte del edificio se estableciera un colegio gratuito para los niños del barrio. Tras varios años de retrasos y de obras que nunca terminaban, por fin, en el verano de 1893 se bendijo el templo y se dijo la primera misa en la llamada ermita de San Roque, levantada frente al muelle con el dinero de una suscripción popular que abrió el propio obispo.
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