La Almería de las grandes revoluciones

Cincuenta años de cambios constantes con un denominador común: los niños y las calles

A lo largo de 50 años Almería fue cambiando y con ella las distintas generaciones de niños que la habilitaron.
A lo largo de 50 años Almería fue cambiando y con ella las distintas generaciones de niños que la habilitaron. La Voz
Eduardo Pino
07:00 • 24 dic. 2018

Entre 1930 y 1980, Almería asistió a profundos cambios no solo en su fisonomía urbana, también en sus formas de vida y en sus costumbres. Cincuenta años de cambios constantes con un denominador común: los niños y las calles, auténticos protagonistas de este libro editado hace unas semanas por La Voz de Almería.




A lo largo de medio siglo algunas transformaciones llegaron a tener naturaleza de auténticas revoluciones porque supusieron un vuelco rotundo: primero la Guerra Civil, que dejó heridas en todas las familias; después esa otra guerra que vino  de la mano del hambre, de las restricciones, del miedo; el alivio de los años cincuenta con las primeras ayudas de los americanos; el despegue económico y social de los años sesenta, cuando se consolidó la clase media y cuando empezó a aparecer en nuestras casas un inquilino que llegó  para quedarse: la televisión.




La tele fue un elemento revolucionario porque fue cambiando nuestras formas de vida  y le dio un giro a nuestras relaciones sociales. Le quitó protagonismo a la vida en comunidad que se hacía en las calles y fue encerrando a los niños en los comedores de las casas. La aparición de la televisión como fenómeno de masas coincidió con el gran cambio urbanístico de una ciudad que fue perdiendo casi toda su identidad de villa mediterránea y se fue llenando de rascacielos. Los pisos que inundaron todos nuestros paisajes desde mediados de los años sesenta trajeron otra revolución importante, que fue terminando con la vida vecinal, cuando la gente se conocía, hablaba y se ayudaba en las puertas de las casas. Cuando las familias se fueron encerrando en los pisos los vecinos dejaron de serlo para convertirse, en muchos casos, en enemigos íntimos. Pasamos en pocos años de salir a los trancos para buscar a los vecinos y contarnos nuestras vidas, a meternos en un ascensor rezando para no coincidir con un incómodo vecino que viniera a importunarnos.




El libro ‘La Ciudad y sus niños’ es un recorrido por Almería a lo largo de esos cincuenta años que tanto nos cambiaron. Un paseo con dos elementos fundamentales: los niños que la habitaron y las calles que fueron la ilusión de todas aquellas generaciones. Si algo se mantuvo sólido a lo largo de ese medio siglo de cambios fue, sin duda, la ilusión de los niños por hacer de la calle su verdadera patria, el lugar donde era posible rozar la felicidad por difíciles que fueran los tiempos.




La mayoría de los niños de la posguerra, que tantas necesidades pasaron para salir adelante, disfrutaban lo mismo cuando salían a jugar a la calle que los niños de los años sesenta o setenta que tenían todas sus necesidades cubiertas. La calle fue ese gran escenario que igualó a unos y a otros, en un tiempo en el que un niño podía de la libertad impagable de jugar libremente sin tener a veinte a metros a la madre o al padre vigilándolo.




Los niños de antes nos alimentábamos de la calle y de los juegos y cuando salíamos del colegio nos faltaba tiempo para atravesar la puerta y buscar la libertad. La calle, como la propia infancia, tenía naturaleza de patria. En nuestra calle encontrábamos todo lo que necesitábamos para ser felices y la defendíamos como si fuera nuestra propia familia. Uno se sentía orgulloso de su calle, de los amigos que la habitaban y por eso la defendíamos contra los bárbaros de las calles lejanas, los que venían de los cerros de La Chanca o de las cuestas de San Cristóbal con ánimos de quitarnos la pelota y de retarnos a una guerrilla. Tu calle y tu barrio te marcaban con un hierro sentimental que tú llevabas con orgullo allá donde fueras.




En aquellos años de vida en la calle los paisajes jugaban un papel fundamental y eran decisivos en nuestras conductas. No era igual la vida de los niños callejeros del Barrio Alto que los de la Plaza Pavía, como también había grandes diferencias entre los niños de la Catedral con los de la Plaza Vieja, o entre los que vivían en la Colonia de los Ángeles y los que eran del Zapillo. Los niños del Barrio Alto estaban perfectamente adaptados a su medio: la diversidad de la Rambla y la libertad de La Molineta, donde tantas veces se escapaban. Nada que ver con el entorno en el que se movían los niños de la Plaza de Pavía o Pescadería, forjados en los cerros de La Chanca y las explanadas del puerto.




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