El día de las hogueras tenía el latido de los días de fiesta. Aunque fuera un día de colegio, nos tirábamos de la cama pensando en cómo íbamos a organizar la fogata y en esa recompensa que para los niños de antes era poder estirar la noche hasta la madrugada en medio de la calle. Las hogueras nos permitían adentrarnos en ese territorio inexplorado que eran entonces las noches de invierno de los días de diario, cuando la ciudad se quedaba deshabitada más allá de las diez de la noche. Cerraban los comercios y las calles se llenaban de fantasmas.
Sin embargo, la noche de San Antón tenía ese aliento revolucionario que le daban los niños y los jóvenes saltando y comiendo alrededor de la hoguera. Nos gustaba tanto porque nos sacaba de aquella rutina de mesas de camilla, brasero y Telediario, y nos abría, de par en par, las puertas de la calle.
La noche de las hogueras empezaba cuando salíamos del colegio y con esa sensación de nerviosismo que te recorría el estómago nos reuníamos con los amigos del barrio para ir en busca de las maderas. Era habitual entonces, que los propios vecinos colaboraban en la organización y en muchas casas sacaban a la puerta los muebles viejos para que esa noche fueran pasto de las llamas.
Las hogueras se compartían y alrededor de las fogatas se organizaban cenas a base de patatas asadas que se iban retirando de las lumbres. Los mayores se volvían a contar sus vidas al calor del fuego, los muchachos alardeaban de su valentía saltando por encima de las llamas y los niños revoloteábamos alrededor de las hogueras como si se acabara de inventar el fuego.
Detrás de los niños siempre estaban las madres, que se encargaban de llenarnos de consejos para que no nos acercáramos mucho al fuego. Recuerdo que mi madre solía advertirnos de que si permanecíamos mucho tiempo pegados a la lumbre corríamos el riesgo de orinarnos esa noche en la cama. Seguramente era una leyenda que nunca teníamos en cuenta. Merecía la pena correr ese riesgo por tal de disfrutar de todos los alicientes de aquella noche tan larga.
Se decía entonces que el fuego se llevaba los malos espíritus, ahuyentaba los temores y te renovaba por dentro, que aquel ritual era purificador. Yo nunca tuve la sensación de que las hogueras me renovaran por dentro, pero sí de que aquella noche, cuando a las doce me tiraba encima de la cama, me sentía un forastero dentro de mi propio cuerpo por aquel profundo olor a leña quemada que se te colaba hasta lo más profundo del paladar.
A la mañana siguiente, de camino hacia el colegio, todas nuestras ilusiones de la noche anterior se mezclaban en el suelo con los últimos rescoldos del último fuego que aún ardía en medio de un solar. Qué sensación de soledad nos invadía cuando con la cartera en la mano y los ojos a medio abrir cruzábamos por el escenario de la fiesta de la noche anterior transformado en cenizas. También nuestro espíritu se llenaba de despojos, y cuando nos acercábamos a la puerta del colegio más sentíamos,en lo más profundo de nuestras almas, ese vacío que te queda al recordar los momentos felices.
Aquel ritual del fuego, en el que en cada calle se organizaba una hoguera, tenía los días contados. A partir de los años setenta la gente se fue alejando de las calles de la misma forma que se fue deteriorando la convivencia vecinal en medio de una ciudad que seguía creciendo y en medio de unas calles que se fueron llenando de miedos.
Los barrios se fueron quedando sin los solares vacíos que servían de escenario a las hogueras y los coches fueron ocupando los bordes de las aceras, haciendo poco recomendable la fiesta del fuego. También la gente desapareció de las calles, sobre todo a partir de los años de la Transición, cuando la delincuencia se multiplicó por diez, cuando las casas se llenaron de cerrojos y los niños se tuvieron que refugiar frente al televisor. Poco a poco, la tradición de las hogueras en enero quedó relegada a los arrabales.
Los adolescentes, allá por los últimos años setenta, teníamos que ir en busca de las hogueras de la Alcazaba y las que encendían en los cerros de la Chanca, donde se organizaban las fogatas más grandes. Una de aquellas noches mágicas de enero, un grupo de muchachos del centro subimos hasta el Cerro de San Cristóbal para disfrutar de una hoguera gigantesca que reunió a todo el barrio alrededor del fuego. Era tan grande que las viejas murallas de la Alcazaba se iluminaron como si fuera de día.
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