La calle que siempre olía a leche

La lechería de Encarna llenaba de aromas las tardes en la calle Antonio González Egea

La calle Antonio González Egea era en realidad la prolongación de la calle Infanta.
La calle Antonio González Egea era en realidad la prolongación de la calle Infanta. La Voz
Eduardo Pino
07:00 • 28 ene. 2019

Los niños nos íbamos a la parte de arriba de la calle Infanta y aprovechábamos la pendiente para dejarnos caer a bordo de aquellas patinetas de madera que nosotros mismos fabricábamos con tablas y cojinetes. Otra prueba de valor consistía en lanzarnos desde arriba en bicicleta y sin darle a los pedales llegar hasta la esquina de la calle Antonio González Egea, que tras el pequeño  paréntesis del cruce de la calle Real era la prolongación de la calle Infanta.




A la calle Infanta íbamos también a ver a las niñas del Servicio Doméstico y a jugar al ping pong en el centro social Oscus, un refugio juvenil dirigido  por la Iglesia donde se organizaban una gran variedad de acontecimientos culturales.




A comienzos de los años setenta, tanto la calle Infanta como la de Antonio González Egea era dos lugares tranquilos antes de que unos años después empezaran a llegar a aquella manzana los primeros bares de moda. El negocio más importante que entonces existía en aquellas calles era la lechería de Encarna Ruiz Galdeano. Ocupaba un local cerca de la esquina con la calle Real y destacaba por el profundo olor a leche que destilaba, inundando toda la manzana.




Recuerdo las tardes de invierno, cuando tapado hasta los ojos, bajaba por la cuesta de la mano de mi tía llevando una de aquellas cacharras metálicas que entonces se usaban para la leche. Al despacho de Encarna llegaba la leche todavía caliente, directamente de los establos que la familia tenía en el barrio de Los Molinos. Había una hora de la tarde en la que se formaban colas en la puerta de la lechería. Me gustaba contemplar aquella liturgia cuando la tendera iba esparciendo, con una medida, la leche sobre las cacharras. Cada movimiento iba dejando el rastro del olor denso de la leche auténtica.




Todavía existía en la calle el anchurón por el que se asomaba el gran jardín de la mansión que había sido la casa de la Gota de Leche. Entre los muros de la vivienda, aparecía el esplendor de los árboles centenarios que te hablaban de la grandeza de los tiempos pasados. La puerta principal estaba en la calle de San Pedro, frente a la iglesia del Corazón de Jesús y tenía una fachada lateral que se prolongaba por la calle Padre Luque. La parte trasera de la casa, donde aparecía el patio y el jardín, formaba parte del entorno de la actual plaza y calle de Antonio González Egea, apellido ligado a la historia del edificio desde su construcción en 1841.




A lo largo de sus más de ciento treinta años de historia, la casa pasó por momentos de gloria y de decadencia absoluta. A comienzos del siglo pasado fue sede de la Casa Uvera, entidad comercial que se creó en Almería para organizar  las exportaciones de uva al extranjero. Estuvo funcionando hasta julio de 1936, cuando sus instalaciones, como las de la Casa de Banca que estaban también en el mismo edificio, fueron clausuradas por el Comité Central republicano.




Durante los años de la Guerra Civil se ubicaron allí los servicios de la Cruz Roja Internacional y la sede  de ‘La Gota de Leche’, un centro benéfico que se encargaba de prestar asistencia a menores de diez años con problemas de desnutrición. A los niños de las familias más necesitadas se les suministraba leche y alimentos básicos como fruta y pan. Una de las habitaciones se usó como sala para amas de cría, mujeres  jóvenes que aprovechaban el tiempo de lactancia de sus propios hijos para amamantar a otro ajeno, y ganar con ello alimentos necesarios para su propia familia.




En los años cincuenta la casa fue sede del Gobierno Militar. Miles de almerienses recorrieron sus dependencias para arreglar los papeles antes de marcharse a la mili. Cuentan que los hombres procuraban no pasar por la puerta por la mañana, a la hora de subir la bandera, ni al caer la tarde, cuando el estandarte bajaba del mástil, ya que se hizo costumbre que todo el que pasara delante del Gobierno Militar en esos momentos de máxima exaltación patriótica tenía la obligación moral de plantarse delante y ponerse en posición de firme hasta que terminara el acto.


La casa formó parte del paisaje urbano almeriense hasta que las máquinas comenzaron a derribarlo en 1972.


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