Cuando ‘un vaso’ era cosa de hombres

Hace cincuenta años era casi imposible ver a una mujer sola en la barra de un bar

Un grupo de guardias civiles disfrutando del vino de Casa Puga allá por los años sesenta.
Un grupo de guardias civiles disfrutando del vino de Casa Puga allá por los años sesenta.
Eduardo del Pino
07:00 • 16 feb. 2019

Había varias clases de bares. Había bares de días de diario, bares de faena con olor a bodega donde reinaban a solas los hombres, y había bares más cosmopolitas, bares de domingos y días de fiesta, donde iban las familias a la hora del almuerzo. 



En todos los barrios sobrevivían las bodegas de toda la vida, aquellos antros reservados para los hombres donde se iba a beber y donde la tapa era un adorno, un elemento secundario. Cuando yo era niño recuerdo la imagen de la bodega Montenegro de la Plaza Granero, con su barra de madera llena de parroquianos compartiendo las botellas de vino, vaso a vaso. Entonces no se empleaba el término que ahora está de moda de ir a tapear o ir de vinos; antes se iba al bar a tomar un vaso, y las tapas más habituales eran tan sencillas como los cacahuetes, las patatas y las habas fritas. 



Alrededor de las mesas de la bodega se organizaban largas tertulias que duraban varias horas, donde podían consumirse varias botellas de vino. En aquel tiempo casi nadie pedía un Rioja o un Ribera del Duero; el vino más demandado era el de la tierra, el que traían de los pueblos de la Alpujarra que se almacenaba en los grandes toneles de madera que formaban parte de la idiosincrasia del local.



Una escena que era habitual en la mayoría de los bares de barrio era la del cliente que se pasaba de rosca y salía midiendo la calle. La figura de los borrachos estaba ligada a la vida de aquellas viejas bodegas. Los niños de entonces solíamos utilizar la palabra ‘vinagres’ para referirnos a ellos y procurábamos alejarnos de su camino. Nos daba miedo acercarnos cuando después de consumir varias botellas salían dando tumbos sin rumbo cierto, agarrándose a las paredes, expuestos a una caída o a ser atropellados por algún coche. Ver a un borracho nos dejaba a muchos de nosotros una sensación extraña de temor, amargura y desamparo.



A veces el alcohol en exceso originaba peleas, sobre todo en los bares de la Plaza Vieja que formaban parte de la ruta oficial hacia el barrio de las Perchas. Los escándalos eran frecuentes en los soportales y más de una vez tuvo que intervenir la policía para poner orden o para llevarse a los alborotadores al cuartelillo. La primera vez que yo ví una pelea con navajas fue en uno de aquellos establecimientos en la plaza del Ayuntamiento.



Hubo también bodegas que hicieron historia a extramuros, como fue el caso del recordado bar Estiércol, más allá del Barrio Alto. El ‘ Estiércol, para que nadie se confunda, no era un bar de lujo. No tenía ningún tenedor, en el más amplio sentido de la expresión, ya que el dueño, el Calero, se cansó de que se los llevaran los clientes y en vez de tenedores ponía palillos de los dientes.



El Estiércol era una bodega de carretera y de hombres, frente al Barrio de Regiones, instalada en una habitación con una humilde barra de madera y una estantería llena de botellas de anís y coñac que disimulaban las grietas de la pared. En una pizarra que tenía colgada del tabique se podía leer una de las frases que después se popularizaron por otros bares de Almería. La frase decía: “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”. Tenía otro cartel en el cuarto de aseo que hizo historia: en una de las paredes laterales del váter aparecía un letrero con letra tan pequeña que para leerlo había que girar  todo el cuerpo, en el letrero ponía la frase: “Te estás meando fuera, so guarro”. Además, de bar, el Estiércol era una escuela de filosofía. 



Las bodegas eran templos masculinos y era casi imposible ver a una mujer sola entrando en uno de aquellos establecimientos. Las mujeres iban a los bares familiares de los domingos: el Disloque, el Imperial o la famosa venta de la Cepa, en la Cuesta de los Callejones, un imperio del jamón y las habas.

El único bar de la ciudad donde era habitual ver mujeres solas en la barra era ‘el Garrote’, en la Plaza Vieja. A los niños del barrio nos gustaba asomarnos a la puerta porque si había un hombre bebiendo lo más normal es que al lado siempre habuiera una señorita. Las señoritas del Garrote eran muy distintas a las señoritas del colegio. Eran como más de calle, con menos horas de gramática, con mucha menos sintaxis y menos retórica, más campechanas, más pegadizas. Daba la impresión de que a ellas les importaba poco donde nacía el Ebro o cómo se llamaba el padre de Carlos III. 


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