Hay estampas que desvelan el tormento emocional del alma con más nitidez que el rostro que en ellas aparece. El gesto de Pedro Sánchez en el pleno del miércoles tras la derrota de los Presupuestos reflejaba un laberinto sentimental devastado. De la desolación a la ira, del rencor inocultable a la lágrima detenida del desamparo, el rostro de Sánchez era una geografía esculpida por el espanto provocado por el abandono imprevisto de los independentistas que muchos veían pero él no quiso mirar. Sánchez nunca contó con la voluntad sincera por el dialogo de los secesionistas.
El líder del PSOE consumó en la primavera de 2018 la decisión que ya había diseñado en el otoño de 2016 y que desbarató aquel comité federal histórico de octubre. Después de salir triunfante en las primarias, ya no tenía obstáculos internos que dificultaran su estrategia. Solo había que esperar la ocasión. La sentencia de una pieza de Gurtel se la sirvió en bandeja y él llevó a Podemos e independentistas, con dos años de retraso, al lugar que soñaron. Sánchez ocupaba legítimamente la Moncloa, Iglesias recuperaba el protagonismo perdido y Puigdemont y Junqueras respaldaban un presidente debilitado al que podían presionar bajo la amenaza de dejarlo caer cuando llegara la hora de la verdad, fijada en la aceptación, o no, de la autodeterminación.
El principio de realidad ha acabado por demostrar que quienes se oponían a su estrategia, tan temeraria, tan ingenua, llevaban razón. Pretender reconducir con deseos bienintencionados la enloquecida tenacidad del independentismo solo demostraba el extraordinario candor de quien profesa esa fe o su patológica obsesión por alcanzar el poder aliándose con quien fuera creyendo, ¡qué ingenuidad!, que los independentistas podían regresar a la cima del abismo del que ya se habían tirado el 1 de octubre.
Ocho meses después de aquel atardecer feliz del triunfo de la moción de censura Sanchez se ha quedado, como canta el tango, solo, fané y descangallado. La convocatoria de elecciones para el 28 de abril es el fin de una escapada osada iniciada entonces.
El problema es que, desde la llegada de Sánchez, la situación política no solo no ha mejorado, sino que se adentrado por desfiladeros donde el sectarismo, las ocurrencias, la demagogia y la desmesura han ido en aumento.
Un clima de balacera permanente imputable a la torpeza obsesiva de Sánchez con el independentismo en la misma medida que a los excesos hasta el ridículo de Casado con su estrategia basada en la acumulación de insultos al presidente y a Rivera empeñado en competir con el PP en la carrera hacia la radicalidad. (Abascal ya traía el frentismo de fábrica).
Con estos mimbres- están tan hiperventilados y hablan tanto que no tienen tiempo para pensar - y con las perspectivas demoscópicas, todo induce a pensar que el resultado del 28 A diseñará una aritmética parlamentaria similar a la ahora disuelta, pero más endiablada aún por la llegada de la extrema derecha.
En un país en el que la moderación ha propiciado sus mejores años, resulta desalentador comprobar cómo la inmadurez de sus actuales líderes puede abocarnos a una estrategia frentista en la que el independentismo o la extrema derecha acaben siendo decisivos.
Quienes saludaron con alborozo el adiós al bipartidismo asisten ahora con desosiego al juego de tronos con el que todos los lideres políticos, todos, están jugando con el país. Pactar, ceder o acordar son verbos de imposible conjugación en un país al que le gusta asomarse al abismo cada cuarenta años.
El rostro en bancarrota de Sánchez del miércoles retrataba su fracaso. La excitación de Casado y Rivera del viernes reflejaba la prisa incontrolable por llegar al poder. El problema es que ni el todavía presidente ni quienes aspiran a sustituirlo tienen, más allá de sus aspiraciones tribales, una hoja de ruta de cómo resolver los problemas estructurales, sociales o geopolíticos a los que nos enfrentamos. Su sentido de Estado, su visión de cómo debe ser España dentro de diez o veinte años es un espacio vacío del que se desconoce casi todo.
Un vacío que puede acabar llevándonos a todos al lugar de partida en el que estábamos o, lo que puede resultar aún peor, a emprender un viaje a ninguna parte y, ya se sabe, nunca hay un puerto seguro para quien no sabe a dónde ir.
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