Hay negocios que son parte de la historia de una ciudad, lugares que a lo largo de los años se han ido quedando en la memoria de la gente hasta convertirse en una tradición. Hay bodegas como el Montenegro que soporta sobre sus hombros el rotundo peso de la historia, como una marca que le da prestigio y llena a sus propietarios de responsabilidad.
El Montenegro forma parte de nuestras vidas. Son setenta años ocupando el mismo rincón de la misma plaza, del mismo barrio. Hay familias enteras, de abuelos a nietos, que han pasado por su barra y han disfrutado del vino de la Alpujarra y del pescado frito hecho a la antigua usanza. Se podría escribir una historia paralela de la ciudad a través de la barra y de las mesas de esta vieja bodega a la que le ha llegado el tiempo de la renovación.
José Javier Ibarra es el timonero oficial, el que siguiendo el rumbo marcado por su padre en los últimos sesenta años, dirige el establecimiento con la responsabilidad de ser fiel a un estilo y a una forma de entender el negocio. Está obligado a mantener la tradición que le ha permitido una vida tan larga y le ha dado prestigio, pero a la vez tiene la necesidad de ir adaptándose a los nuevos tiempos, a las exigencias de las nuevas generaciones de clientes que ya no buscan sólamente el placer de la tertulia y unas botellas de vino. “Nuestra filosofía sigue siendo apostar por la calidad y por las tapas que nos han dado la fama”, comenta el propietario.
En esa pizarra están escritas tapas que ya han hecho historia como la de lomo al ajo o el pescado frito, que en el Montenegro tiene un sabor especial. “Ahora está teniendo muy buena aceptación el arroz con pulpo y las tapas caseras de siempre como el trigo”, explica Javier Ibarra.
En esta nueva etapa de la bodega juega un papel fundamental el salón comedor que la familia Ibarra mantiene en el mismo edificio. Es un reservado especial con capacidad para treinta y cinco comensales que suele llenarse los fines de semana. Tiene el encanto de ser un lugar recogido que no está a la vista, con ese toque de intimidad que buscan a veces las familias para festejar sus celebraciones.
A pesar de su juventud, José Javier Ibarra es un veterano en el negocio. Lleva toda la vida pegado a la barra, desde que siendo niño le echaba una mano a su padre cuando había que servir las mesas o hacer los recados. Con dieciséis años afrontó su primer reto profesional, poniendo en marcha la terraza del Montenegro, que durante varios años estuvo funcionando durante los meses de verano. Desde entonces ha sido la sombra de su padre al otro lado del mostrador. De él ha ido aprendiendo todos los secretos del oficio.
Pepe, el padre, no se ha retirado nunca. Le llegó la hora de la jubilación pero no puede estar lejos del bar que le sigue dando la vida, por lo que se encarga de que todo esté en orden y de enseñar a los cocineros cómo se debe de freir el pescado. Atrás queda una larga trayectoria como hostelero, desde que siendo niño entró como aprendiz de la mano de los antiguos propietarios.
En aquellos tiempos, el Montenegro abría a las cinco de la mañana para atender a una clientela que a esas horas estaba formada por barrenderos, ferroviarios, pescadores y obreros del puerto, que se ponían en marcha antes de entrar a trabajar con las copas de anís y de coñac que servían en la bodega. Los amaneceres eran de mucho trabajo, como los mediodías y los atardeceres, cuando los hombres llenaban todas las mesas del local bebían vino y jugaban a las cartas y al dominó. Pepe se pasaba el día trabajando a cambio de dos pesetas, su primer sueldo. Pepe Ibarra empezó de abajo, barriendo y haciendo los recados. Con un carrillo de tres ruedas llevaba el vino de Alboloduy y de la Mancha por todos los antros de la ciudad. Llevaba el cargamento hasta el bar Estiércol, en la carretera que llegaba hasta Los Molinos, a la Barraquilla y a casa de Juan ‘el atravesao’ en Pescadería, y a los pequeños bares del centro. En 1967, sus jefes le vendieron su parte del negocio para que él fuera el nuevo propietario.
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