Una de las emociones que todos los niños compartíamos era la que nos recorría el cuerpo, de la cabeza a los pies, cuando veíamos aparecer al vendedor de los caramelos con su cesta cargada de todos los tesoros que podíamos imaginar y que para muchos de nosotros resultaban inalcanzables si no teníamos al menos una peseta en el bolsillo.
Lo habitual, hace cincuenta años, es que los niños saliéramos a jugar a la calle con las alforjas vacías, es decir, sin una sola moneda y únicamente en los días excepcionales, como podían ser los domingos, nos permitíamos el lujo de disfrutar de ese pequeño botín que se componía de las propinas familiares. Hubo un tiempo en que una peseta se podía estirar tanto que te alcanzaba para comprarte dos caramelos, dos barras de regaliz o uno de aquellos chicles de la marca Bazooka que hicieron furor en una generación de niños.
Los Bazooka eran chicles de batalla, de guerra, tan duros que parece empezarlos había que hincarles los dientes con el riesgo de dejarte alguno pegado en la goma. Se componían de varios pisos en forma circular y sabían a fresa, o a algo parecido. Era un chicle macizo como una rueda de camión que además de ser interminable nos obsequiaba con la sorpresa de una historieta y de algún regalo que daban por coleccionarlas. Las primeras bolsas de deporte que vimos fueron las que regalaba el chicle Bazooka, azules y blancas, con la silueta de Joe, el personaje que le daba vida a la marca.
También venían con premio los chicles Dunkin, que tanto gustaban a los niños por los muñecos de plástico que promocionaban el producto. Era raro encontrar un niño que no llevara metido en el estuche del colegio el Piolín o el gallo Claudio, que formaban parte de aquella colección de personajes de los Dunkin.
Fue por aquel tiempo cuando aparecieron los chicles Niña, que vinieron a ser como una respuesta a la sobriedad de los Bazooka. Los Niña, más dulces y adornados con colorines, traían un toque femenino que los hacía muy atractivos para nuestras compañeras. Además, tenían el aliciente de sus cromos de vestidos recortables que tanto gustaban entonces.
Fueron muy célebres también las bolas de chicle que en los primeros tiempos comprábamos a los vendedores ambulantes que rondaban por las puertas de los colegios y por las plazas, y que después aparecieron dentro de unas máquinas tragaperras que por una peseta despedían una de aquellas bolas que en apenas unos segundos perdían todo su sabor y se quedaban en nada.
Nos pasamos la infancia masticando chicle y soñando con una de aquellas bolsas de almendras garrapiñadas que no estaban al alcance de todo el mundo, ya que costaba dos pesetas. Otro lujo eran los caramelos de la marca Sugus y lo Snipe, que se anunciaban por televisión diciendo que eran caramelos de etiqueta.
Los niños de mi barrio conocieran otro tipo de caramelos, mucho más cercanos y más humildes, caramelos de andar por casa que elaboraban en las fábricas de la ciudad. Los vendedores ambulantes de los años cincuenta vendían los caramelos Rosita, cuatro por una peseta. Eran un producto autóctono, que les salía mejor de precio. La fábrica estaba en el número cincuenta y cuatro de la Almedina y la regentaba el empresario Francisco Márquez Fernández. Uno de los entretenimientos de la chiquillería del barrio era sentarse en el tranco de enfrente de la fábrica para saborear el perfume que salía de la chimenea cada vez que los fuegos se ponían en marcha.
Por esa misma época salieron también al mercado los caramelos ‘Pepe’, de José Álvarez Pérez, que tenía la fábrica en la calle el Plátano. Vinieron a sustituir en el mercado a las dos fábricas que funcionaron en la posguerra: la de los caramelos ‘Ana Mary’, en el número once de la calle Magistral Domínguez, y la de los caramelos ‘El dulce nombre de Jesús’, en el número veintisiete de la calle Granada, donde iban los feriantes a abastecerse.
En el Barrio Alto, fueron muy célebres los caramelos que elaboraban en la confitería La Giralda, de Antonio Pérez Román. Tenía uno de los obradores más importantes de la ciudad con varios hombres trabajando noche y día.
Los caramelos locales acabaron sucumbiendo al no poder competir con los caramelos de las grandes marcas nacionales que en los años sesenta acabaron imponiendo su ley, gracias también al trampolín que supuso la televisión.
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