Ric Polansky, que vivía en Iowa, en el más profundo Medio Oeste americano, tras aterrizar en Madrid en 1969, se montó en una moto y no paró hasta llegar a Mojácar. Han pasado ya de eso cincuenta años y se ha convertido en uno de los extranjeros decanos en la costa levantina. Ric, el Ric de siempre, más genuino que la Piedra Mojaquera, vive desde hace años apartado del mundo, con una pierna ulcerada tras un accidente jugando al golf. El reino de este febril aventurero -que llegó a cazar elefantes en Africa, que buscó oro en junglas de Perú y Bolivia, que se enfrentó a anacondas con el cañón de su rifle- está ahora en un sillón de orejas, frente a la vieja costa berberisca de Macenas, donde ha escrito un ensayo de memorias y reflexiones titulado ‘Mojácar, un peculiar reino en España’.
Ha llegado ahora para este yanki almeriense el descanso del guerrero en una de las mansiones más escarpadas sobre el litoral levantino y toda la provincia, un nido de aguilas con las olas del Mediterráneo debajo, desde donde se divisa en lontananza el Castillo de Macenas, la Torre del Perulico, la Isla de Terreros y hasta los arrecifes de Cabo Cope. Se asemeja esa morada sublime, habitada por Ric y su mujer Karen, su perro labrador y su gata Ramona, a las películas del Viejo Testamento en las que se ve el Arca de Noé posado sobre el monte Ararat cuando empieza a descender el nivel de las aguas. Y en días de calima, la casa de Ric pareciese que llega a ser engullida por vaporosas nubes.
Debajo aún quedan vestigios de una antigua explotación minera de plomo del siglo pasado, la escombrera de gangas y el esqueleto de un malacate. De esa mina, conocida como La Mena, toma el nombre también la casona del original residente nortemericano.
El propietario desmiente la leyenda urbana de que un tigre merodee esos parajes: “aquí lo que llegan son muchos jabalíes y zorras que de noche aporrean las puertas y ventanas buscando alimento”.
Ric nació en 1947 en una ciudad llamada Mason City, donde amarilleaban los maizales, donde se celebran grandes campeonatos de billar y donde estaba, junto a su casa, una de las principales bibliotecas del Estado. Allí leía, el joven Polansky, a Twain y a Doss Passos, a Faulkner y a Poe y así decidió con 16 años empezar a recorrer pueblos y ciudades hasta llegar a San Francisco, donde se dio de bruces con la cultura beat, donde decidió seguir los pasos de su hermano Paul que le mandaba cartas desde España que le inflamaban el espíritu para que se reuniera con él en Mojácar. Llegó por fin a su segunda tierra (primera ya), justo cuando empezaban a reclamarlo para ir a Vietnam. Un informe médico de don Diego Carrillo, declarándolo inútil, lo libró de convertirse en soldado en ese conflicto tan puesto en tela de juicio por las nuevas generaciones de norteamericanos.
Llegó Ric, por tanto, seducido por los cantos de sirena de su hermano, quien le hablaba de Mojácar como una nueva California, y se encontró con un pueblo donde las casas aún tenían al lado corrales de gallinas.
Los Polansky entraron con ímpetu en el negocio inmobiliario, desarrollaron Los Lomos del Cantal, La Gaviota, La Ventanicas y después Cortijo Grande, una urbanización fuera de serie en Turre, donde hicieron el primer campo de golf de la provincia y un helipuerto en el que aterrizaban avionetas con clientes que venían de todas partes de Europa a comprar una casa.
En Mojácar, entonces, todo estaba por hacer, y no había madrileño progre que no estuviera magnetizado por la hierba y el mito del amor libre y que no presumiera de tener un refugio en Mojácar. Ric pensó entonces, tras viajes y viajes por Sudamérica buscando Eldorado, en hacerse la casa de su vida, esa en la que ahora reposa con una pierna entre algodones y estirada sobre una banqueta.
Son 600 metros rodeados de ventanales, en lo alto de una montaña, desde la que Karen ve nadar delfines casi todos los días. Allí están los dormitorios de los invitados, el salón luminoso coronado por una claraboya, el suelo de Travertino de Macael, los cuadros de Clemente Gerez y el bar Torino, con un surtidor de cerveza, con las jarras apiladas que ya no se llenan casi nunca y la pared presidida por la cabeza de un morlaco de 640 kilos que un diestro mató de una estocada en Vera en el verano de 1971.
Ric ya no puede bajar escaleras, ya no puede encerrarse en su despacho, donde se ven libros con lecturas abandonadas, caricaturas a plumillas, objetos de arte y fotografías de cacerías y pieles de serpiente.
Han pasado los años por ellos sin darse cuenta, y la singular casona, la más elevada sobre el nivel del mar de la provincia, se les ha hecho grande, ya no la dominan, y la han puesto a la venta. En ella, en Casa Polansky, está casi toda su vida, y muchas confidencias y secretos de los habitantes de esa colonia de residentes extranjeros que quedaron atrapados entre sus paredes en interminables barbacoas de verano.
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