El puerto de las familias de la mar

El puerto pesquero fue el lugar de trabajo y el refugio espiritual de todo un barrio

Un pescador mostrando los secretos de remendar las redes a unos paseantes en una mañana de domingo (Años 50).
Un pescador mostrando los secretos de remendar las redes a unos paseantes en una mañana de domingo (Años 50). La Voz
Eduardo Pino
07:00 • 03 abr. 2019

El puerto era un escenario diverso lleno a su vez de  pequeños escenarios que iban apareciendo de forma prodigiosa. No era lo mismo el puerto de la escalinata real, abierto y cosmopolita, que ese otro puerto que se metía hacia el mar a través del espigón de levante, mucho más íntimo y reservado. 



Había dos puertos principales: el oficial, que era el de los barcos de pasajeros y el de los paseos dominicales, y el puerto del barrio de los pescadores, donde la vida latía al margen del tiempo, donde las noches y los días se fundían en un solo espacio sin días y sin noches. Era el puerto de las madrugadas eternas, del sacrificio de la gente de la mar que antes de que saliera el sol ya estaba de vuelta con las barcas cargadas de género.



Los forasteros, los que no éramos del barrio, contemplábamos aquella forma de vida con ojos de lejanía, como si estuviéramos asistiendo a un espectáculo extraordinario, y por eso nos gustaba aquel ritual de levantarnos temprano  los días de verano, cuando no teníamos colegio, para asistir desde la primera fila a esa ceremonia diaria de supervivencia.



El puerto pesquero también era un lugar heterodoxo que encerraba varios escenarios. Había un puerto de vida trepidante, con su pulso acelerado por el sudor y el sacrificio, un puerto de días de diario, de pescadores, de barcas, de gritos y susurros al calor de la subasta, de hombres que llevaban las cicatrices del mar grabadas en la frente, de mujeres que criaban a sus hijos con los brazos remangados y los pies descalzos.



Era el puerto madrugador con su trajín constante, con sus rituales iniciáticos que cada mañana comenzaban en el mostrador de madera de la vieja barraca donde se despachaban los cafés, los ponches y las copas de anís.



Si el puerto de la escalinatas y de los tinglados era el puerto  oficial de toda la ciudad, el puerto pesquero era la patria del barrio de Pescadería y de la Chanca. Bastaba alejarse del muelle para entender que aquél era un universo distinto donde nunca se descansaba. 



Los domingos del puerto pesquero también eran diferentes a los del puerto oficial. Había pescadores que no conocían los días de fiesta, que si no salían a faenar se quedaban en tierra preparando las artes. Otro entretenimiento de los que veníamos de fuera era ir a ver a los viejos remendando las redes con una paciencia de siglos. Íbamos los domingos con nuestras ropas limpias y nuestros zapatos relucientes y allí nos mezclábamos con los pescadores que olían a mar y a esfuerzo y también con los hijos de los pescadores que desde niños empezaban a aprender el oficio como si fuera su único destino. Los domingos, en la explanada del puerto pesquero, se mezclaba el trabajo de la gente de la mar y el paseo de los visitantes. Había pescadores que aunque ese día no tuvieran nada que hacer, bajaban al puerto para llenarse de vida, aunque solo fuera a hablar con los compañeros, a sentarse en las piedras del muelle con una caña en la mano o a tomar el sol y el aire del mar. Recuerdo la presencia de los viejos, de los jubilados que no acababan de retirarse definitivamente y seguían vinculados al trabajo, echando una mano a sus hijos, sabiendo que no podían renunciar al oficio. 



Aquellos domingos en el puerto pesquero eran tan intensos como efímeros: cuando caía la tarde las barcas volvían a la mar, mientras los últimos paseantes regresaban a sus barrios.


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