Al final sonó el disparo. No fue en un garito húmedo y fétido de Saigón, como en ‘El Cazador’, sino bajo la bóveda pintada por Carlos Luis de Rivera y frente al tapiz con el escudo de España y las esculturas en mármol de Carrara de Isabel y Fernando. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias llevaban tiempo jugando a la ruleta rusa hasta que el percutor acabó disparando la bala que se alojaba en la recámara. No había que ser un visionario para prever que la partida acabaría mal. Los protagonistas son tan temerarios que dejaban poco espacio para la duda.
Lo que nadie esperaba es que lo que desvelara el estruendo final fuese la insoportable levedad del líder que iba a asaltar los cielos y lo que se ha saltado ha sido su propia cabeza política. Proponer en el último segundo la concesión de las políticas activas de empleo a cambio de apoyar a Sánchez convierte a Iglesias, no en un pretendido y pretencioso estadista con aspiracion de mando en plaza, sino en un mago de verbena de barrio, tan malo, que, al intentar sacar una carta luminosa de la chistera, acaba sacando un wasapp que ni sabía lo que decía.
El mesías que había surgido desde las aguas del 15 M para salvar a la izquierda ha acabado pareciéndose a Tamarit, eso sí, con más pelo y menos alboroto en la coleta. Con su petición (dicen que sugerida por Zapatero, otro ilustrado), Iglesias aparecía en medio del escenario como un ilusionista de tercera (¡a quien se le ocurre hacer depender su apoyo a un presidente en una desesperada subasta low cost!), pero, y lo que es peor, desnudaba la insoportable levedad de sus conocimientos sobre la estructura de un gobierno: pedía unas competencias que están transferidas a las comunidades autónomas.
Con la llegada de Zapatero, el PSOE comenzó a recorrer el camino de la levedad. Algunos decretos ley- como me dijo, con ironía, un secretario de Estado de aquel gobierno- se diseñaban en reservados de restaurantes por jóvenes que habían hecho de la política su única carrera y, por tanto, la única forma de cobrar una nómina a fin de mes. No eran malvados, como sostenía el sector de la derecha extrema que habitaba en el PP y la extrema derecha purpurada del clericalismo tridentino cuando tomaban las calles guiando a sus rebaños, eran simplemente tontos. Y ya se sabe: entre la maldad y la estupidez, siempre hay que optar por la primera, porque el malvado puede llegar a cansarse, pero el tonto no.
La ventaja y el acierto del PSOE es que, a la par de aquellos arribistas del zapaterismo y de estos ambiciosos del sanchismo, en la estructura del partido sobrevive una cultura política que hace que, aunque se acerquen peligrosamente al abismo, nunca se lancen al precipicio. Por eso llevan 140 años vertebrando con mayor o menor acierto España y, por eso, cuando el jueves Iglesias pidió la nada escrita en un wasap a cambio de una vicepresidencia y tres ministerios, el PSOE no cayó en la trampa.
Ahora se abre una nueva etapa. Desde el jueves Iglesias es un jugador tendido sobre la lona. No está muerto (en política nadie lo está; que se lo digan al Sánchez del comité federal del 2016), pero la bala de su negativa a investir por segunda vez a Sánchez le sitúa muy cerca del pudridero. No solo porque el PSOE no confiará ya en él (nunca lo hizo), sino porque quienes le acompañan en la aventura comenzarán, mas temprano que tarde, a abandonarle.
Los primeros en hacerlo serán los cofrades de la hermandad de las tertulias televisivas a los que tanto debe y tanto esperaban recibir del gobierno de coalición al que ellos y ellas, desde sus platós, tanto han luchado por construir.
Los segundos, los militantes de las confluencias que, como las Mareas, ya están mareados por tanto juego de tronos, o, como Izquierda Unida, que ha acabado cayendo en la cuenta de que no han llegado por primera vez al Gobierno desde la republica porque, quien podía hacerlo, nunca creyó en el poder de la unidad, sino en su iluminado cesarismo antisocialista. Los viejos rencores, ya se sabe, nunca nos abandonan.
Podemos (lo de Unidas Podemos es una marca, allí solo cuenta Iglesias y sus camaradas de adhesión inquebrantable) perdió el jueves la oportunidad de cogobernar la cuarta economía de la Unión Europea desde una vicepresidencia y tres ministerios. Dentro de apenas sesenta días sabremos cómo acabará la partida. En lo que no queda mucho espacio para la duda es de que, llegado ese momento, Podemos no podrá pedir al PSOE lo que el jueves tan infantilmente rechazó.
Pasarán los días y el fervorín emocional acabará dando paso al análisis sosegado y lleno de melancolía por lo que pudo haber sido y no fue. Y serán entonces, quizá, cuando en una noche de sueño interrumpido, alguien, en el desvelo inevitable de la frustración, acabe preguntándose por qué, pudiendo haber sido vicepresidenta, todavía sigue siendo una mujer de 32 años, con una licenciatura que nunca ejerció y con solo un año de cajera en una tienda de electrodomésticos en su haber laboral privado.
Claro que, contra esa nostalgia irremediable, siempre está el consuelo escrito en el capítulo primero, versículo primero, de la biblia del buen comunista: el partido nunca se equivoca, lo que se equivoca es la realidad. Es la ventaja de llevar siglos caminando de victoria en victoria hasta la derrota final. Un camino que Alberto Garzón e IU no quieren continuar recorriendo y ya se lo han hecho saber a Iglesias y a los apóstoles que le acompañan en su, ya, viaje a ninguna parte.
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