Es tan eterno el dolor y tan imposible el olvido que el veredicto del jueves, tan demoledor, tan justo, tan acertado, no los calmará. Pero sí llega con la seguridad de que el alma desalmada de quien causó la muerte a una vida que apenas había comenzado a ser vivida, no pisará las calles, quizá, durante todos los años que le quedan por sufrir.
Nunca podré olvidar la tarde en que nos vimos apenas unas semanas después de la tragedia. Fueron dos horas en las que viajamos, con vuestro sentimiento sosegado, en una montaña rusa de emociones. Hablamos de lo que sucedió y de lo que estábais sufriendo, del cariño inmenso y confortante de la gente, de los recuerdos imborrables y de la sonrisa irrepetible de Gabriel; en una de esas subidas en la montaña hasta viajamos a la Semana Santa de Sevilla y fue, entonces, cuando recordé una marcha de palio bajo un título maravilloso: “A compás la cera llora”.
Millones de personas han llorado con vosotros, a compás, vuestra pena y vuestro desgarro. Pero lo maravilloso de un dolor que duele tanto es que, desde el primer día, habéis sabido hacer convivir la pena con la serenidad, la demanda de justicia sin la exigencia de venganza, el desgarro, pero no lo ira. Esa ha sido vuestra lección.
Como fue una lección que, en aquella conversación, no hablárais de Ana Julia, no dedicárais ni un segundo a quien tanto daño os ha hecho. Con vuestra premeditada desmemoria demostrásteis la inmensidad de vuestro desprecio, pero, a la par, la voluntad decidida de que la presencia del rencor no siguiera haciendo crecer el sufrimiento.
A la bruja, como vosotros la llamábais, el dolor causado solo le provoca el sentimiento vacío de la indiferencia. A pesar de su estudiada puesta en escena, su alegato final pidiendo perdón, así al cielo como a los que viven en la tierra, solo fue un mar de cinismo, un océano de hipocresía, una catarata imposible de detener el torrente de su crueldad.
Desde aquella tarde de febrero, Ángel y tú habéis enseñado cómo es posible navegar en el mar más embravecido sin dejarse dominar por las olas de la ira, por el rayo del odio, por la tormenta del tormento que atravesábais. Habéis dado un ejemplo de pedagogía que ha conmovido a quienes os han acompañado y os acompañan, desde la compasión -padecer con quien sufre-, en esta travesía.
El verso de Miguel Hernández, “pena que va, cavilación que viene, como el mar de la playa a las arenas”, os acompañará siempre, pero la navegación será menos dura porque siempre llevaréis con vosotros el sentimiento de aquellos a quienes supísteis seducir con vuestra infinita sensibilidad.
La muerte es siempre una tragedia y, la provocada por la maldad alevosa de una asesina, una brutalidad sin justificación y sin mesura. Un escenario al que muchos se acercan atraídos por la luminosidad del relámpago, pero del que se alejan tras su inevitable brevedad. La diferencia entre otros crímenes y el padecido por vosotros es que, con vuestra actitud, con vuestro comportamiento, habéis convertido lo sucedido, no en una llama que ilumina mientras dura, sino en una brasa vertebrada que seguirá viva y para siempre en el corazón de los almerienses. Una brasa que hará que la luz de Gabriel siga brillando y que os dará calor para combatir el frío de un camino en el que nunca os vais a sentir solos.
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