Los años de miseria en el Hospital

En el mes de junio de 1934 se inauguró la nueva cocina del Hospital Provincial, costeada en parte por la Diputación.
En el mes de junio de 1934 se inauguró la nueva cocina del Hospital Provincial, costeada en parte por la Diputación.
Eduardo de Vicente
07:00 • 31 oct. 2019

Cada vez que había un entierro de un personaje importante, cada vez que salía a la calle una procesión, los niños del Hospicio acompañaban el cortejo. Su presencia enfatizaba los duelos en los funerales y le daba más realce a los desfiles. Los niños del Hospicio formaban parte de la tramoya de los actos sociales y cuando les tocaba salir los vestían con los únicos trajes que tenían, los que las monjas guardaban celosamente en el ropero para los días señalados. 



Aquellos trajes tenían que estar siempre pulcros, sin una mancha y bien planchados, para que la gente viera que los internos estaban bien cuidados, delgados como juncos, pero bien atendidos. Los trajes limpios de los hospicianos y sus rostros de felicidad forzada ocultaban una realidad que en la última década del siglo diecinueve se hizo insoportable: la crítica situación que atravesaba el Hospital de Santa María Magdalena, que afectaba de la forma más cruel a los niños del Hospicio y a los enfermos mentales. 



Algunas dependencias del Hospital se encontraban en amenaza de ruina: escaleras rotas, techos apuntalados, suelos destruidos, paredes minadas por la humedad. El deterioro se dejaba notar con especial virulencia en las dependencias de los niños recluidos. Para llegar a las habitaciones había que atravesar un pequeño corredor húmedo y oscuro que servía también de acceso al primer patio, donde los niños se pasaban la mayor parte del día, dedicados a sus juegos. Muchos de ellos iban descalzos o con las alpargatas tan desgastadas que apenas se notaba ya la suela. Los asilados contaban dentro del recinto con un lugar destinado a escuela, tan abandonado como el resto de las dependencias. La escuela no disponía de tinteros, ni plumas, ni libros, tan sólo contaba con los bancos de madera para sentarse, una silla humilde para el maestro con su correspondiente mesa y un crucifijo antiguo que presidía la pared principal. Había meses en los que se interrumpían las clases porque el profesor dejaba de percibir sus honorarios y tenía que ganarse el sustento dando clases particulares. Del departamento de los niños se llegaba a la inclusa de las niñas, donde también reinaba la austeridad más absoluta. Las monjas procuraban tener bien separados los dos sexos, que solo se juntaban en el comedor y en la capilla.



Tan castigado como el Hospicio estaba el recinto de los enfermos mentales, también conocido como el departamento de locos. A esta sección se llegaba después de atravesar la pequeña huerta del edificio y los lavaderos. Eran varias habitaciones, todas en condiciones detestables, sin apenas luz y con los retretes en medio de las estancias, sin puertas de por medio. En la sala de mujeres tenían que evacuar utilizando cubos y tanto en uno como en otro departamento, los internos se afinaban en condiciones infrahumanas esperando que la ciudad pudiera tener algún día un manicomio moderno. Esta necesidad se hizo urgente en el invierno de 1896, a raíz de una visita que el farmacéutico Juan Vivas Pérez realizó al Hospital. Acompañado de varios personajes de la burguesía local de la época, descubrió las precarias condiciones en las que vivían los enfermos mentales, acorralados por la suciedad y condenados a pasar hambre. 



El escritor  Francisco Rueda López narró con toda su crudeza  las escenas que los visitantes se encontraron aquel día en su visita al Hospital: “Encontraron hacinados a los infelices locos en una reducida habitación, que más bien era una pocilga inmunda que un departamento donde pudieran habitar personas humanas”.



En el Hospital estaba también la Casa Cuna, contigua a las dependencias del Hospicio. Estaba compuesta por cuatro habitaciones donde convivían los niños con sus amas. Había temporadas en las que la escasez de víveres en la cocina ponía en riesgo la vida de los recién nacidos. La situación de la cocina también estaba al límite, con fuegos anticuados y un mobiliario insalubre. Así permaneció durante décadas, hasta que en 1934, en los años de la República, fue reformada con el dinero aportado por la Diputación.






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