El bazar que abrió cuando la Guerra

Antonio Martínez, pastor de Cabo de Gata, emigró a Argentina y a la vuelta fundó este negocio

El bazar Martínez en la Circunvalación del Mercado. Antonio Martínez fundador del establecimiento
El bazar Martínez en la Circunvalación del Mercado. Antonio Martínez fundador del establecimiento
Manuel León
20:06 • 01 dic. 2019

Francisco Martínez, hijo del fundador de esta cestería  vintage, resiste ahí, varado en la circunvalación del Mercado, en un sector que ya casi es exclusivo de los orientales; resiste Paco en un local con aroma a paja y a cáñamo, entre sombreros Panamá, entre bufandas y bolsos de fieltro, entre bota de vino para futboleros y souvenirs para turistas de garrafón.



Bazar Martínez, con su toldo verde aceituna, con más de 80 años de crisol, es el comercio decano de ese rincón de la Almería cañí, donde antaño se mezclaba el fragor de los buhoneros y los vendedores ambulantes con las prisas de los almerienses de los pueblos que llegaban en el Alsina para comprar un vestido para la hija casadera o un traje de alpaca para el padrino. 



Ahí sigue Francisco Martínez, hijo de Antonio Martínez y de Virtudes Jurado, haciendo lo mismo que hacían ellos: abrir cada mañana la puerta de la tienda, sacar los tenderetes de gorras y canastos, las mesas plegables y los botijos, los abanicos de la morena de mi copla y los adhesivos de “Almería I Love You” y esperar a la clientela fija o de ocasión, como Penélope esperaba el primer tren meneando el abanico. 



Siempre con media sonrisa dibujada, Paco atiende a la clientela, responde a los curiosos que le preguntan si el sombrero de piel de conejo es mejor que el de lana, mientras los caminantes mañaneros, cargados de bolsas de la compra, se paran a desayunar media tostada en las cafeterías que medran por los alrededores.Ese comercio añejo de la Almería profunda, en lo que fueron los antiguos Jardines de Orozco, abrió sus puertas por primera vez en marzo de 1936, unos meses antes de que se jodiera todo en aquella Almería y en aquella España que empezaba a cantar ‘Mambrú se fue a la guerra’. 



Fue ese rincón el prontuario donde Antonio Martínez, un nijareño nacido en un cortijo del Campillo de doña Francisca, tras hacer las Américas, quiso reposar vendiendo loza y cristal. Antonio, nacido en 1893, fue pastor de cabras a las que llevaba a ramonear la hierba del Cabo de Gata y cansado de tanto silencio en ese valle volcánico decidió, como tantos, emprender la aventura de la emigración a La Argentina. Con la poca plata ahorrada, abrió este negocio que aún sobrevive en ese año aciago del 36, en un inmueble propiedad de Adela Alemán, hija de Pedro Alemán, aquel comerciante cartagenero que  llegó en un falucho en el XIX y que ha ido extendiendo su semilla familiar por toda la ciudad. 



En 1950, Antonio, ya desgastado por el tiempo, empleó en el local para que le ayudara  a Virtudes Jurado, una paisana de Los Albaricoques que unos años más tarde se convertiría en su segunda mujer con la que tuvo dos hijos y una hija. Antonio le llevaba 30 años a Virtudes, falleció en 1957 y su esposa tuvo que tomar en solitario las bridas de ese humilde comercio que ha ido sobreviviendo a la Guerra y a la Postguerra. 



La viuda Virtudes, además de quedarse sola en la crianza de tres hijos pequeños, fue prosperando con la tienda, introduciendo nuevos artículos como cerámica de Níjar, alfarería de Sorbas, botijos para refrescar el agua, cacerolas, cántaros, morteros y almireces, utensilios entonces indispensables en los hogares de aquella España en blanco y negro. Cada mañana salía con el delantal de la casa familiar en el Barrio Alto, dejaba a los niños en la escuela de doña María, que estaba en el edificio que hoy es Diputación, y levantaba la persiana. Le llamaban entonces, a ese rincón, la tienda de Virtudes la de los platos y convivía con el rumor cercano de los carros de la alhóndiga, con el jurel y boquerón que se despachaban en la pescadería de la Rambla y sobre todo con toda esa caterva de mercachifles y quincalleros que por allí deambulaban con puestos ambulantes: los trileros con sus canicas y sus vasos tratando de engañar a los pueblerinos, el aceitunero Antonio Roque con sus latas y su escurridera, el vendedor de carne de caballo Antonio Yagüe, el hacedor de belenes Irineo García que luego creó Villapollitos, el afilaor que aún aguanta entre chispas incandescentes, los Peruchos vendedores de pavos por Navidad y los cocheros de la Rambla del Obispo que un día le compraron a Virtudes una partida de más de veinte sombreros mexicanos de paja cuando no sabía qué hacer con ellos y que utilizaron para proteger a los caballos del sol.



Enfrente del bazar, en la calle Juan Antonio Martínez de Castro, estaba la tienda de comestibles de José González Ros y encima vivía el bibliófilo Antonio Moreno. A su lado, el edificio de Eduardo Morcillo y debajo la botica de don Aniceto. Por enfrente de la tienda pasaban a diario personajes como Luis el de los Perros, el Fuego Vivo, el Habichuela y el Lucas, al que la gente le pedía que diera pases de torero. Allí al lado tenía también su despacho Ulpiano Díaz, donde escribía sus crónicas taurinas firmadas con el sobrenombre de Caireles, donde llevaba la representación de la Casa Chopera y de  cotizados vinos y bacalao. A veces salía a pasear con su capa por los soportales de bares como El Barranquete, El Cielo, El Puerto Rico, El Rinconcillo y el Michel, que también era fonda conocida como la de los Bretones.


De todo ese paisaje de aquella Almería crepuscular es heredero el actual tendero Francisco -el hijo de la laboriosa Virtudes- que aún sigue en la brecha, reinventándose con nuevos artículos que vender al más pintado: introdujo los juguetes y desertó de ellos y ahora sigue con los souvenirs y, sobre todo, con sus cestas de mimbre, de palma, de esparto, y con sus renombrados sombreros Stetson que llegan de América, sin faltar ni un solo día a su cita con la clientela, ahora con la ayuda de su hijo, tercera generación, con un local que desde 1983 es ya de su propiedad, cuando se lo compro aquella doña Adela y a su hijo Joaquín Monterreal, resistiendo como un titán frente a la creciente competencia amarilla. 


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