Pasan los años y sólo los gestos sobreviven al desgaste del tiempo. Antonio Rodriguez, conocido como ‘El Cordobés’, conservó en su vejez la misma cara de pícaro y el buen humor que tenía en 1970, cuando llegó por primera vez a Almería siguiendo los pasos de una mujer.
Corría detrás de un amor que marcó su vida y la siguió como un penitente con los ojos cubiertos por la venda de la pasión. La quería a ciegas y a ciegas se entregó a una batalla que tenía perdida de antemano. Sin ella deambuló por las calles sin rumbo cierto; sin ella probó el néctar de los paraísos artificiales y acabó perdiendo todo su equipaje, abandonado como un náufrago en una isla desierta. En una de aquellas tardes de caminatas, vagando de un sitio a otro buscando un gesto cómplice, Antonio ‘El Cordobés’ apareció en la Plaza de la Catedral a la hora en la que jugaban los niños.
Era una aquellas tardes inagotables de verano en la que las mujeres tomaban el fresco en los bancos de la pequeña glorieta central que había en la plaza, mientras los niños castigaban las paredes del templo a balonazo limpio. Aquel tipo estrafalario, delgado como un junco, se sentó en el muro ajardinado que corría paralelo a la fachada principal y se puso a compartir el juego con los niños. Cuando llevaba un rato mirando se levantó y con descaro nos dijo que él también quería jugar. Lo pusimos de portero, que era el puesto maldito, y él aceptó con la misma alegría que un niño recibe un regalo de un mayor. Se remangó los pantalones de tergal y se entregó al oficio como si tuviera diez años. Cada vez que intentaba empezar una carrera para ir a por el balón acababa en el suelo, víctima de sus zapatos y cada vez que se caía se convertía en el centro de atracción de todos los inquilinos de la plaza que acabaron coreando los resbalones del veterano guardameta.
Aquella experiencia le gustó tanto que don Antonio ‘El Cordobés’, aquel tipo cuarentón con alma infantil, acabó incorporándose a la pandilla como si todavía llevara pantalón corto. Nosotros no lo mirábamos como un adulto, porque nos parecía un niño, un niño metido en un cuerpo de hombre, un niño desarraigado que nos hablaba de mujeres hermosas y de cuerpos desnudos que eran las historias que nosotros queríamos escuchar.
Por muy negros que fueran los nubarrones, ‘El Cordobés’ siempre parecía estar alegre, nunca dejaba de sonreír y todos las tardes aparecía en la Plaza de la Catedral con algún chascarrillo nuevo del bizco Pardal, un célebre cómico sevillano que era toda una institución en el imaginario popular y callejero del golferío de Andalucía Occidental. Siempre estaba con las cosas del bizco Pardal en la boca y nosotros lo esperábamos como agua de mayo para que nos contara alguna picardía.
En aquellos tiempos, eran los primeros años setenta, vivía en una habitación como realquilado en la calle Márquez, en la zona baja de la calle de la Reina, y aunque seguía enamorado, ya se había quedado solo. Eran tiempos difíciles, tanto que hasta tuvo que trabajar para poder comer. Él, todo un caballero amante de la buena vida y del mínimo esfuerzo, un dandi con manos de porcelana, terminó pidiendo trabajo como cualquier mortal. Antes, le dio vueltas a la idea y trató de encontrar otra salida más airosa, pero como el hambre le apretaba, no tuvo más remedio que echarse al fango del mundo laboral que tanto miedo le daba.
De aquella experiencia, don Antonio contaba que una mañana se levantó muy temprano, tanto que no reconocía las calles al verlas sin sol, y por recomendación de un vecino se presentó en las oficinas de la empresa Agroman. Nada más entrar en el despacho del encargado sintió un deseo irrefrenable de salir corriendo. Decía que se llevó muy mala impresión cuando en la misma habitación coincidió con dos obreros vestidos con monos azules que tenían las manos cubiertas de callos. Don Antonio contaba entre risas que cuando le dio la mano a uno de aquellos currantes para saludarlo comprendió que se había equivocado de trabajo. Sus peores augurios no tardaron en confirmarse a la mañana siguiente, la de su primer día de trabajo. Llegó, se presentó, puso su firma en un papel y sin desayuno ni nada le dieron una pala y lo mandaron a hacer túneles, así, sin ensayar, sin preguntarle cuál era su especialidad. Al día siguiente se dio de baja porque tenía problemas con la columna vertebral y ya no trabajó más, ni en Agroman ni en cualquier otra profesión que requiriera tantos esfuerzos.
Otra vez sin trabajo, anduvo perdido por la ciudad viviendo de realquiler, en pensiones y con algunos problemas con la bebida. Bebía porque se sentía solo. Conoció a otras mujeres, pero nunca llegó a curarse de la herida que dejan los amores imposibles. Cuando entendió que ya no podía recuperar a su mujer fue de unos brazos a otros sin destino ni equipaje hasta que terminó haciendo recados para las muchachas de la calle de la Luna en el barrio de las Perchas. En sus años de vejez, don Antonio encontró un refugio en la residencia de Gádor donde volvió a compartir los chascarrillos del bizco Pardal.
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