Ahora que todos los días escuchamos en los telediarios lo del pin parental para que los profesores informen previamente a los padres de lo que se va a hablar dentro de las aulas que pueda afectar a la conciencia y a la moral de los alumnos, me asalta la pregunta de cómo habría sido nuestra vieja escuela tradicional, la de la autoridad incuestionable del maestro y la de la disciplina a rajatabla con un pin parental de por medio, pero en sentido inverso, es decir, a contracorriente de los valores que antes imperaban.
Me vienen a la memoria los nombres de algunos de aquellos profesores que seguramente se hubieran pasado el manoseado pin por ese lugar donde la espalda pierde su casto nombre. Qué hubiera pensado don José ‘el aceitero’ si un niño, a la hora de explicar la escena del paraíso y la historia de Adán y Eva, se hubiera levantado de la silla para decirle al maestro que se iba de clase porque aquella historia de la Creación y de nuestros primeros padres era un cuento chino según le habían informado en su casa sus padres. Seguramente, aquel maestro recto como la vara de madera que manejaba, le hubiera estado soltando guantazos al alumno desde la escuela hasta su casa.
Cómo hubiera reaccionado el famoso pedagogo don Simón, el que tenía la escuela con su mujer, doña Josefina, en el barrio de la calle de Murcia, si el día en el que daba la lección del diluvio y hablaba del arca de Noé un niño le hubiera cuestionado todas esas historias que se explicaban como verdades incuestionables. No es difícil imaginarse la escena de don Simón, con su traje gris desgastado por los codos, su calva incipiente que acentuaba su autoridad y su gesto de estar siempre enfadado, cogiendo de la solapa al alumno y convidándolo a que se colocara el pin en cierta parte del cuerpo como si fuera un supositorio.
En mi colegio, que era el San José de la calle de la Reina, nadie se hubiera atrevido, por muy importante que fuera su padre, a llevarle una solicitud por escrito al director, don Rafael, diciéndole las materias que el niño no debía de recibir. Bueno era don Rafael. Antes de preguntarte dónde estaba el problema ya había desenfundado las palmas de las manos de los bolsillos del pantalón para darte dos rotundas explicaciones que se te quedaban grabadas en los mofletes de la cara. Nunca vi a nadie dar dos bofetadas con tanta rapidez y de forma más certera.
Me imagino a un niño del colegio Diego Ventaja levantándose del asiento en el momento en que don Manuel, también conocido como ‘el Biblia’, explicara a la clase la lección de las batallas del Cid Campeador, que entonces nos las contaban con la cruz por delante y cortando las cabezas de los infieles. “Es que mi padre no quiere que me enseñe ese tema porque dice que fomenta la violencia y el odio religioso”, le hubiera explicado el alumno. En esos momentos, el bueno de don Manuel, se hubiera levantado como un resorte pronunciando aquella frase tan suya que decía a grito limpio: “la Biblia en pasta”, que era el eufemismo que utilizaba cuando no podía echar mano de una conocida blasfemia escatológica en la que estaba Dios de por medio.
A más de uno nos hubiera hecho falta un pin parental, no para ir en contra de lo que nos enseñaban en el colegio, sino para controlarnos mejor en clase y fuera de ella. Quizá hubiera sido una buena medida contra los folloneros que se dedicaban a perder el tiempo dentro de la clase y sobre todo, el mejor método para vigilar a los que tenían la vocación de excursionistas y se pasaban más tiempo haciendo zonga que en el colegio.
Con un pin colgado al cuello hubiéramos tenido más complicado llevarnos el lápiz y la goma de las estanterías de Simago o provocar a los pobres guarda jardines pisándoles las plantas. Con un pin nos hubieran llevado rectos como velas, pero no hubiéramos gozado de esa sensación de libertad absoluta que disfrutábamos en la calle ni hubiéramos tenido nada interesante que contarle a nuestro cura de cabecera cuando con ocho años empezamos a ir al confesionario para declarle nuestros pecados.
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